Una de las tardes que estuvimos en
Roma hace unos días, tras visitar el Castillo de Sant’Angelo desde donde contemplamos el Vaticano recortándose contra el cielo del atardecer, gran parte de la ciudad y el Tíber,
fuimos paseando por la Via
della Conciliazione hasta la
Plaza de San Pedro.
Allí nos sentamos en unas sillas, que aún no habían
retirado de la audiencia matinal del Papa, y dejamos que cayera apaciblemente la
noche.
Envueltos en la majestuosa y acogedora plaza, gozamos
de la tranquilidad que allí se respiraba, de las gentes tan diferentes que por
allí paseaban, de la luz que iba apagándose, del color del cielo deslizándose
imperceptiblemente del rosa al malva y al fin al negro.
Sólo el tañido de las campanas nos marcaban el paso
del tiempo. Se estaba muy bien. Ya de noche, cruzando el Tíber, en cuyas aguas
se reflejaba el castillo de Sant’Angelo, nos fuimos a cenar a uno de los
restaurantes del bullicioso barrio que rodea al Panteón.
¡Hay que ir a Roma!
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