Me preocupa lo que ha sucedido a raíz del asesinato
de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León. No sé si os habéis dado
cuenta, pero es preocupante.
Las pintadas en la pasarela donde fue tiroteada y
rematada, los comentarios por internet apoyando el hecho y animando a
extenderlo a otros, según ellos “asesinables”, la sensación extendida de que de
algún modo se lo había ganado, pues no era buena persona, parece ser…El crimen
justificado e incluso jaleado.
No sé, pero a mí me ha dejado un mal sabor de boca y
la sensación de que algo estamos haciendo rematadamente mal para que el hecho
de pegarle un tiro a una persona produzca a algunos satisfacción y así lo
manifiesten y a la gran mayoría indiferencia porque…igual se lo había ganado,
quedando la repulsa tan solo en el plano puramente institucional. Y me asusta
además lo rápidamente que ha caído todo en el olvido, por eso lo recuerdo
ahora.
La indignación, la rabia que nos produce la
injusticia, el abuso de poder, el sentirnos avasallados, despreciados,
ninguneados prende en nosotros la llama de la ira y en ocasiones el deseo de
matar, deseo que perdería fuerza en cuanto fuera realmente posible su
realización, al menos en la mayoría de las personas, pero que en todos está ahí
agazapado, listo para saltar…si se dan las circunstancias propicias para que
esto suceda.
Y aquí está el problema, que a veces esas
circunstancias se producen. Y es entonces cuando resuena una voz antigua, que
nos llega desde el principio de los tiempos, ¡no matarás! Un precepto antiquísimo,
tan antiquísimo como desoído y vulnerado a lo largo de la historia.
Vulnerado sí, pero no trivializado, no convertido en
vulgar espectáculo o en juego cotidiano como en lo que ahora lo hemos
convertido.
Nos hemos acostumbrado a la violencia llevada hasta
el límite del crimen, y jugamos con ella, disfrutamos con ella. Y nuestros
niños crecen con ella como algo habitual, cotidiano e incluso divertido.
Y se nos olvida que todos llevamos dentro esa fuerza
para matar. Y que es real. Sólo falta que la ira la azuce, y entonces, como
perro rabioso, esa fuerza atacará. Y entonces a base de haber vivido rodeados de
violencia, de haber jugado con ella durante tantos años, ese perro rabioso
abrirá más fácilmente las puertas de su jaula.
Pienso que estamos jugando con fuego. Y nos
quemaremos, porque las fuerzas del mal que desatan la ira, están ahí, ahí
cerca, muy cerca.
Igual que no se juega con fuego en el bosque, no se
juega con la muerte de nadie. No debe ser juego la muerte de un ser humano a
manos de otro.
Dejemos eso, como máximo, para el buen cine, que
siempre acabará dejando en el aire y en nuestra conciencia aquella lejana y
terrible pregunta al asesino: ¿Dónde está tu hermano Abel?
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