Había una vez una princesa que tenía una perrita. Y
claro, la princesa siempre era la princesa y la perrita de la princesa era
siempre, cómo no, la perrita de la princesa. Y fueron felices y comieron
perdices, codornices y altramuces. Y colorín colorado este cuento se ha
acabado.
¿Qué cuento más bonito, verdad? ¡Qué cuento más asqueroso,
joder!, con perdón. Porque esto no es un cuento, es la realidad, una realidad
repugnante hasta la nausea.
Me contaban unos papás que su hija de 4 años, ¡4
años!, tiene una amiga, muy amiga ¿? con la que juega a menudo, siempre y
cuando ella sea la perrita, porque la princesa siempre es la otra. Y cuando la
perrita sugiere ser un día princesa se queda sin jugar, así que entre la
soledad y ser perrita, pues a hacer guau, guau y a lamer el culo a la princesa,
si es menester.
¡Que venga Rousseau y lo vea! A ver si volvía a
escribir las majaderías que escribió sobre los niños.
Desde la más tierna infancia, la miserable condición
humana marca la pauta para que esta condición siga siendo miserable. Sólo la
educación en valores como el respeto a todos, la dignidad de todos, la igualdad
entre todos, la honestidad, la justicia, la libertad, el amor como el valor por
excelencia, pueden hacer que esta niña-siempre-princesa no se convierta en una
más de esas personas, prepotentes, avasalladoras, convencidas de su propia
grandeza…, triunfadoras, que andan haciendo daño por el mundo, y que dicho sea
de paso, nunca llegan a saber lo que es ser, de verdad feliz, porque son
incapaces de amar a nadie como no sea a ellos mismos.
Y no son “cosas de niños”, no. Hay que intervenir. Los
papás de la princesa deben decirle a su retoño, “mira nena, como no dejes a tu
amiguita ser princesa…te parto la cara”. Bueno, es un decir, pero es que estas
cosas me ponen muy, pero que muy de mala leche. ¿Se nota?
Como de mala leche me ponen tres de las cuatro
reacciones posibles de los papás ante estas situaciones. A saber: los papás que
no se enteran, los que dicen “mi hija no hace eso”, o los que piensan y a veces
se atreven ufanos a decir “mejor que
aprenda a pisar que a que le pisen”.
Porque los papás que, o porque se dan cuenta, o
porque se lo dicen y lo aceptan, intervienen dejándole claro, ya a los cuatro
años, que su amiguita-perrita tiene el mismo derecho que ella a ser princesita,
están en el único camino que tanto a ellos como a su hija les llevará a una
vida digna de ser vivida, plena de sentido, aunque no “triunfe”, aunque no
“medre”, porque habrá aprendido que el mosto que sale del pisar personas en el
lagar de la vida, no hace jamás un buen vino.
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