Andábamos un día de éstos un buen amigo y yo trepando
por la Canal
del Garbí, tan bonita ella, con sus cadenitas y sus clavijitas, cuando, de
improviso, un chaval joven y por su aspecto e indumentaria “alternativo”, nos
sorprendió bajando a saltos por las rocas. Lo hacía bien el mozo.
Entonces, ni corto ni perezoso, mi amigo exclamó a
voz en grito, “¡Oh, el hombre grillo!”, a lo que el hombre grillo respondió
parándose en seco y poniendo cara de estupefacción. No dijo nada, sólo miraba
atónito. Yo pensé, ahora nos manda a “escaparrar”, por ejemplo. Pero no fue
así, el susodicho subió otra vez y volvió a dar, ante nuestras narices, un
salto realmente espectacular, y mi amigo volvió de nuevo con el hombre grillo
por aquí y el hombre grillo por allá. Hablaron, no sé de qué, porque yo también
estaba estupefacto.
Aparecieron dos más, uno de ellos con cara de inglés
y, dicho sea de paso, de acojono, y finalmente el cuarto del grupìto, que
llevaba terciada a la espalda una espada de madera guardada en su vaina.
Díjole a éste entonces mi amigo, “¡Ohhhh! ¿Eso que llevas
ahí es una espada?”, pregunta que el otro respondió afirmativamente. Y
entonces, ante el asombro de todos los que en aquella cornisa estábamos, se
arrodilló ante él y exclamó con voz potente, “Ruégote, humildemente, me armes
caballero”, cosa que el mozo de la espada hizo tras desenvainarla
elegantemente, tocándole en ambos hombros a mi amigo que, rodilla en tierra, y
la cabeza agachada, ingresaba así en la augusta Orden de la Caballería.
Yo contemplaba asombrado la escena. Y en ese momento,
el de la espada, mirando a sus colegas les dijo “¿Habéis visto cómo sí me ha servido
para algo traer la espada?”.
A renglón seguido, el hombre grillo, ya desde
bastantes metros más abajo, gritó al recién armado caballero, “¿Sabes que yo
fabrico armas?” A lo que mi amigo respondió “¿Armasss de mataaaar?”. “No”, dijo el saltarín, “de simulación para
recrear batallas” y acabó invitándonos a una recreación que iban a hacer próximamente
en el castillo de Sagunto.
Y así, ellos siguieron bajando y se perdieron entre
las peñas, y nosotros subiendo; pero mi amigo albergaba honda preocupación. No
tenía nombre de caballero, ya que al armador de caballeros, perplejo como
estaba, no se le había ocurrido nombre alguno. Más he ahí que, a mí, testigo de tan
asombrosos acontecimientos, sí me fue revelado de lo alto el nombre, ilustre
entre los ilustres, de Garbino, con lo que así mi amigo paso de ser normal
ciudadano a Caballero Garbino. Caballero cuyas hazañas alcanzarán alta gloria y
renombre universal, rivalizando con las que ya han quedado escritas con letras de
oro y sangre en la historia de la andante caballería.
Y aunque mentira parezca, esto que he contado es
rigurosamente cierto. Sucedió un día de primavera, por la tarde, en la Canal del Garbí, como ya he
dicho, estando como testigos el hombre grillo, dos mozos más, un servidor, la
montaña y el mar.
Y luego, esa noche, antes de dormirme bajo un pino,
pensé: aquellos cuatro eran peculiares, sí, pero ¿cómo nos habrán visto ellos a
nosotros? Y es que en la montaña pasan unas cosas…
Que buenos recuerdos, de este y tantos otros pasados en las montañas, por cierto buena foto
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