Cima de la Peña Montañesa, la del sábado. Al fondo, más baja, el Castillo Mayor, la cima del domingo.
Nunca
me han gustado los campings. Si he ido a ellos ha sido por necesidad al verme
“expulsado” de mi hábitat natural por legislaciones injustas, consecuencia
directa de la “vulgarización”, como diría el Conde Russell, del acceso a las montañas.
No obstante
he de reconocer que algunos son gestionados con sentido común, controlando sus
responsables, tanto a los acampados como a los agentes externos a las
instalaciones, en favor de los que las utilizan con respeto y digamos que una
cierta “elegancia social”. Y pagan, ¡claro!
Pero pese a esto, estaba ya hasta las narices de aguantar
maleducados y de la lamentable pasividad de los responsables que podían
ponerlos en su sitio, y me había prometido a mí mismo no volver a tan infaustas
instalaciones. Más he aquí que falté a mi promesa, y lo pagué caro.
Este sábado pasado, tras un muy buen día de montaña, duro,
como debe ser, y una agradable cena en Ainsa, nos dirigimos a reposar al
camping. El domingo nos quedaba otra ascensión y el regreso a casa. Quinientos
kilómetros no son moco de pavo.
Serían las 11:30 de la noche y los alrededores de nuestra
tienda eran una especie de casa de putas, con perdón. El personal estaba muy
despierto y parlanchín, niños incluidos. El volumen de las voces, muy de la
tierra. Entonces, como me conozco y sé que así no conciliaría el sueño y encima
se me iría calentando la sangre, y el asesinato no está entre mis objetivos en
la vida, decidí coger mi saquito de dormir e irme al coche que estaba fuera del
camping. Sabía que en un par de horas me despertaría y podría volver, pues el
personal ya estaría en brazos de Morfeo.
Y así hice. Hacia las 2 de la madrugada, algo contrahecho,
regresé a la tienda. Ya había silencio. Me acosté, y cuando estiraba mis
miembros y me disponía a entregarme a un sueño reparador, el ruido de un motor
y un horrible estrépito de hierros, rompió mis expectativas.
Al principio no entendía qué diablos era aquello, mas
pronto caí en la cuenta. Junto al camping hay un extenso campo de cereal.
Aquello debía ser una cosechadora funcionando a pleno rendimiento, ¡a las 2 de
la madrugada junto a un camping lleno de gente!
No
daba crédito. Esperé hasta las 2:30 por si el cosechador justiciero cesaba en
su empeño de despertarnos a todos. Entonces, como vi que seguía a lo suyo, me
levanté y, de nuevo con mi saquito, me dirigí a recepción, donde un amable
vigilante me dijo que eran agricultores y que qué podía hacer él. Con toda su
buena voluntad, el hombre me acompaño a la parcela más lejana, por si se oía
menos y volvió a su garito. Allí se oía igual.
Pasaban
de las tres cuando decidí volver al coche donde también se oía el infernal
estrépito, e irme a buscar un lugar donde poder dormir. En la explanada de una
gasolinera próxima, pensé que podría hacerlo, pero al llegar a ella se
encendieron varios focos que no se apagaban, por lo que tampoco resultó un
lugar adecuado. Me sentí algo así como el arameo errante.
A un
lado de la carretera, hacia las 3:30 rumiaba mi desdicha, cuando me acordé de
una pequeña ermita, próxima al pueblo, pero suficientemente alejada, donde
podría echar mi saquito junto al coche y dormir, por fin, un rato.
Allí
llegue hacia las 4 pasadas y, cuando me disponía a extender mi cuerpo sobre la
hierba, bajo el cielo pirenaico, toc, toc, toc, empieza a llover, con lo que me
instalé como pude en el coche, asumiendo definitivamente mi triste destino de
aquella noche y arrepintiéndome de haberme metido en un camping, traicionando
mi promesa.
Yo, lo
que se dice dormir, no dormí. O mejor dicho, dormí por secciones. Sí que se me
durmió una pierna desde la cadera, cosa que nunca me había pasado. La desperté.
Luego un brazo, desde el hombro, lo desperté. Finalmente una nalga, tampoco me
había pasado nunca. La desperté.
Y ya sólo
me quedó disfrutar de un amanecer gris, contemplando las nubes que envolvían la
montaña ascendida el sábado y la que nos esperaba el domingo.
A las
7 de la mañana regresé al camping, donde mis amigos, más jóvenes, se habían
quedado fritos nada más acostarse y no se habían enterado de nada. Y pensé, con
mi cuerpo bien maltrecho, que me hago mayor y mi capacidad de aguantar lo que
no tengo por qué aguantar va menguado mucho. También quizá debido a mi
profesión…
Por lo
demás, excelentes ascensiones en muy buena compañía, buen comer y... punto. Ni
siquiera puedo decir mal dormir, porque no dormí.
Y,
¡claro está!, renové mi promesa de no volver a pisar un camping como no sea de
visita. Al menos en territorio íbero. En Francia suelen ser otra cosa. Pero no
sé si me atreveré a correr semejante riesgo otra vez, ni a un lado ni al otro de los Pirineos.
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