Mi
voluntaria y terapeútica desconexión mediática durante esta campaña electoral,
ha hecho que me entere tarde y de modo casual de lo sucedido en Orlando. Y fiel
a mi aislamiento voluntario, ratificado por lo poco que he oído accidentalmente
en la radio, no he querido indagar más en el asunto.
Cincuenta
muertos en una discoteca “de ambiente”. Parece ser el hecho, ¿no? Terrible,
como siempre terrible. Pero lo que me ha llamado la atención de la forma de dar la noticia es que lo
importante parecía ser el tipo de clientes de la discoteca. Ahí, en su
condición sexual, se ponía el acento.
Y eso
no es así. Lo importante es que eran cincuenta personas. Y una persona es
persona viva como viva su sexualidad. Y como persona tiene derecho a la vida y
a la libertad.
Y
entonces, pensando en esto, me he asomado al abismo de la intolerancia y el
totalitarismo, y me ha dado miedo.
Se
empieza por pensar mal del diferente, luego se pasa a la agresión verbal,
después a la exclusión, más tarde a la agresión física, y de ahí a matar no
queda tanto. Es cuestión de ir tensando la cuerda…
Sí, lo
terrible es la muerte violenta de cincuenta personas. Que estén en una
discoteca gay o sin "gayar"; en una sinagoga, una iglesia o una mezquita; en un mitin político de "derechas" o de "izquierdas"; tomando un café; yendo en metro o en un supermercado; que sean blancos, negros o a motas
fucsia; que sean de un equipo o de otro… ¡Qué lista tan larga podíamos hacer!
¡Da
igual! Son seres humanos. Y eso es lo importante. Y muchas de las actitudes que
yo veo por estas tierras, en personas demasiado relevantes, están en los
primeros estadios de la escala que estos días ha acabado en Orlando. Son los
vientos que pueden engendrar tempestades que mejor no conocer más que por la
historia.
Es
urgente tomarse en serio al hombre. A su dignidad. A su libertad. A su derecho
a la vida. En nombre de nada ni de nadie debemos jugar con eso.
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