Vista hacia el oeste.
Me
resisto a entrar del todo en el mundo caótico y extraño que hemos creado, al
que cada vez entiendo menos por mucho que me esfuerce en hacerlo. Y conste que
me esfuerzo. He estado, a Dios gracias, “demasiado” tiempo en las montañas, por
eso me cuesta “bajar al valle”.
Pero he
de decir que entre otros muchos consuelos, que lo hay, me reconforta el saber
que ha habido, hay y habrá otras personas a las que les pasaba, les pasa y les
pasará lo mismo que a mí. Mal de muchos consuelo de tontos; yo sí soy tonto.
Una de
esas personas, que mira por dónde no era tonta, es don Miguel de Unamuno. Ya a
principios del siglo pasado escribió lo que a continuación comparto. Su
experiencia es la mía. Sus sentimientos son los míos. Podéis leerlo, pero hacedlo sin prisa, con calma.
Unos
días en la cumbre silenciosa, en el Santuario de Nuestra Señora. de la Peña de Francia, teniendo a
un lado, al norte, la llanada de Salamanca, como un mar de cálidos matices
sembrado de islas de verdura, los manchones de los encinares, y del otro lado
al sur, las abruptas sierras de las Hurdes , y detrás la sábana de Extremadura.
Y al pie los pueblecillos de la sierra de Francia, agazapándose entre castaños,
enviando al cielo limpio el humo de sus hogares, viviendo su vida recogida. Y
allí arriba, en la soledad de la cumbre, entre los enhiestos y duros peñascos,
un silencio divino, un silencio
recreador. Silencio sobre todo.
He
vivido unos días de silencio, de augusto silencio, Ni chirriar de cigarras, ni
gorjear de pájaros, ni balar de ovejas y, sobre todo, nada del rumor
enloqueciente de las atareadas o alborotadas muchedumbres humanas. A ratos el
canto dulce del armonio que en el coro del Santuario tocaba algún dominico de
los que allí arriba, en aquel verdadero sanatorio, se reponen del rudo invierno
de Salamanca.
Subí y
permanecí allí con dos amigos franceses enamorados de esta nuestra inalterable
y casi desconocida España: ésta, la de los rincones adonde aún no llegan ni el
tren ni el automóvil; ésta, que conserva en el alma toda la recia primitividad
del granito sobre que descansa y sueña. ¡Qué sabrosas conversaciones con ellos,
allá arriba, en el seno del silencio, tendidos sobre la cumbre! ¿Creéis acaso
que dos hombres pueden de veras entenderse, no digo ya comprenderse, cuando se
hablan entre el rumor, que de todas partes les llega, de la muchedumbre, entre
el zumbido del enjambre humano atareado o alborotado? ¿Creéis que pueden acaso
llegar a comunión dos almas cuando las rodea el eco del mar humano? En la
ciudad cabe hablar de negocios, de política candente, de sociología, de modas;
pero ¿de las cosas eternas? (Ahora, en este momento, mientras escribo esto, me
llega al oído el grito de un vendedor ambulante que pregona su mercancía, y no
es posible que este grito no se cuele, de un modo o de otro, en lo que voy
escribiendo).
¡Vivir
unos días en el silencio y del silencio, nosotros, los que de ordinario vivimos
en el barullo y del barullo. Parecía que oíamos todo lo que la tierra calla,
mientras nosotros, sus hijos, damos voces para aturdirse con ellas y no oír la
voz del silencio divino. Porque los
hombres gritan para no oírse, para no oírse cada uno a sí mismo, para no oírse
los unos a los otros.
Y el
silencio con la majestad de la montaña,
una montaña desnuda, un levantamiento de las desnudas entrañas de la tierra,
despojadas de su verdor, que dejaron al pie como se deja un vestido, para
alzarse hacia el sol desnudo. La verdura al pie, en el llano, como la vestidura
de que se despoja un mártir para gozar de su martirio. Y el sol desnudo y
silencioso besando con sus rayos a la roca desnuda y silenciosa.
Allí, a
solas con la montaña, volvía mi vista espiritual de las cumbres de aquélla a
las cumbres de mi alma, y de las llanuras que a nuestros pies se tendían a las
llanuras de mi espíritu. Y era forzosamente un examen de conciencia. El sol de
la cumbre nos ilumina los más escondidos repliegues del corazón.
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