Entre
las muchas agresiones que nuestra lengua está sufriendo, quiero destacar una
que me parece extraordinariamente grave, pues no solamente tiene una causa
vergonzosa, sino unas consecuencias devastadoras. Hablo de la simplificación, e
incluso eliminación de las reglas de ortografía, como algunas mentes obtusas
proponen.
El
motivo que esgrimen es muy sencillo; hacer más fácil el acceso al lenguaje. Es
decir, en vez de esforzarse por facilitar el acceso al conocimiento y uso de la
lengua, simplificamos ésta y así podrán acceder todos mejor. Y aún se creerán,
los muy imbéciles, que eso es inclusivo. ¿Es que tienen nuestros niños ahora
menos capacidad que tenían los niños de hace 50 años?
Y además
las consecuencias serían devastadoras. Por una parte consagraría, una vez más,
la ley del mínimo esfuerzo en el proceso educativo, lo cual es inadmisible,
aunque es lo que ciertos partidos políticos llevan haciendo años. Y por otra
parte arrasaría la razón de por qué motivo cada palabra se escribe como se escribe.
Porque detrás de la ortografía late la historia de todas y cada una de las
palabras, y esa historia no solamente es muy bella, sino que aporta elementos
esenciales de nuestra cultura que quedarían en el olvido, y al final morirían.
Como ha muerto el futuro de subjuntivo.
Hay
además motivos neurológicos y lingüísticos muy sólidos que demuestran la
necesidad de la ortografía para un uso eficaz y adecuado del lenguaje. Sobre este asunto podéis leer un interesante
artículo que salió en el País el 16 de enero y que reproduzco a continuación.
Pensando
en todo esto se me ha ocurrido comparar el lenguaje a un bosque antiguo, de
estos que siguen casi intactos, donde el equilibrio entre todos sus elementos
alcanza la perfección. Esta insensata propuesta, como otras, equivaldría a un
monstruoso incendio forestal en ese bosque, que dejaría sólo el esqueleto
calcinado de los árboles y el suelo lleno de cenizas. Claro que ese bosque
quemado sería más accesible, más simple, pero no habría vida, y su futuro sería
el desierto.
Así,
todos más contentos, y sobre todo más tontos, ¿no? Sólo la ignorancia, la
incultura, la estupidez pueden avalar planteamientos de este tipo. Y hay que
estar muy atentos para no creer en los mensajes simplones y políticamente
correctos con los que, desde determinadas ideologías, intentan convencernos de
semejantes aberraciones.
Como
todo bicho viviente tengo mi dosis de violencia interna debidamente enjaulada.
Estos asuntos me incitan a abrir la jaula. Si un profe de estos “modernillos ellos” me
dijera que es una tontería la “h” de la palabra hermoso, y que habría que quitar
esa y todas para que los niños no se líen, pobrecitos… le soltaría un sopapo,
por imbécil.
No es
correcto hacerlo. Ya lo sé. Y llegado el momento, probablemente no lo haría,
pero sentiría un golpe de sangre en la cabeza y unas ganas infinitas, casi incontenibles, de abrir mi jaula y soltar al mal bicho que todos llevamos dentro.
Y es
que tanta sandez, satura.
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Aquí
tenéis el artículo del que os he hablado. Es de Ignacio Rodriguez Alemparte y
se publicó como una opinión, el 16 de febrero, a la pregunta lanzada por el periódico de qué opinas sobre la abolición de la ortografía. Como si fuera esto un
asunto opinable. ¡Qué atrevida es la ignorancia! ¡Y qué flaco servicio a la cultura hacen a veces los periódicos!
Broca
y Wernicke
El
cerebro usa dos rutas para leer: el área de Broca (lóbulo frontal) y el área de
Wernicke (lóbulo temporal). La primera hace una conversión grafofonológica,
mientras que la segunda reconoce la palabra atendiendo a su aspecto. Esta
última ruta es más rápida y adquiere más importancia cuanto más experto es el
lector. Por eso los lectores principiantes silabean, mientras que los avezados
leen varias palabras de un golpe de vista. Es posible hacerlo porque gracias a
la ortografía las palabras siempre se escriben igual. Es fácil darse cuenta si
tratamos de leer un texto plagado de cambios ortográficos. Veremos cómo nuestra
velocidad lectora cae enormemente.
Higual
uz te no ze lo qree aun ke quisa hesté vreve i esa jerado hegemplo se ha
balido.
Bloqueada
la ruta de Wernicke, el cerebro no reconoce las palabras y debe identificar sus
fonemas uno a uno, silabeando igual que hace un niño. Abolir la ortografía
haría que cada cual escribiese cada palabra “como le suena” y nos entorpecería
a todos la lectura. También a las personas supuestamente “discriminadas” por la
ortografía, a las que dificultaría aún más el acceso a la cultura. Parece más
sensato exigir una escuela pública de calidad para todos que suprimir la
ortografía.
Dicho
esto, estoy de acuerdo en discutir si las normas que hay son mejorables. Por
ejemplo, si es preferible mantener la “h” de “hierro” o sería mejor escribir
“ierro”, “yerro”, “yierro”, “llerro”, “llierro” o sus correspondientes con erre
simple. Son 12 variantes. Podemos decidir cuál preferimos, pero, a partir de
ese momento, todos deberemos escribirla igual. Y lo único que habremos hecho es
sustituir una norma por otra, que igualmente habrá que aprender.
Vista
la necesidad de unas normas y las variantes que la escritura fonológica puede
producir, parece razonable mantener las que existen, que son, en gran parte,
producto de la etimología. La “h” de “hierro” es el rastro genético que dejó la
“f” de “ferrum”. Saberlo permite entender, por ejemplo, por qué decimos
“cloruro férrico”. Es una realidad muy bella de las lenguas que no se debería
despreciar con tanta ligereza.
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