Me
pasa a veces que después de publicar una entrada me doy cuenta de que me he
dejado algo. Esto me ha ocurrido con la del día 7 de febrero, titulada ¡Cuánto
daño! ¡Cuánto dolor! Y voy a decirlo ahora porque me parece
injusto no hacerlo.
Hablé
del dolor y del sufrimiento de las víctimas de abusos sexuales en la Iglesia. Hablé
de otras víctimas, de toda esa gente que, escandalizada, la ha abandonado y con
ella, le fe; y también de los que, estando fuera, tendrán más difícil todavía de
lo que ya lo tenían, el poder acercarse algún día.
Pero
no hablé de todos esos sacerdotes, frailes, monjes, que nada han tenido que ver
con todo esto en modo alguno, que son la inmensa mayoría, y que son metidos
muchas veces en el mismo saco que los otros por injustas generalizaciones.
Me
parecía de justicia decirlo, primero porque es verdad, y después porque yo,
personalmente, quiero dar testimonio de ello. Tengo mucho que agradecer a un
buen puñado de sacerdotes, Enrique, Francisco, Antonio, Alejandro, Vicente, Rafael, José
Luis, José Andrés, Diego, Juan, Ricardo… que desde mi infancia hasta hoy, me
han acompañado y me acompañan en mi vida y en mi fe con su testimonio, su
entrega y siempre con un gran respeto. Y a otros que, de un modo más puntual, y quizá sin ellos saberlo, han aparecido en momentos clave. Son todos un regalo de Dios.
Y sé
que como ellos, hay muchos en todos los rincones del mundo, dando la cara por
el hombre en nombre de Jesús, con una honestidad sin tacha y una honda
coherencia con el Evangelio.
Creo
que tenía que decirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario