Oyendo el otro día al abad de Montserrat pensé, ¡cuánto
daño! ¡cuánto dolor! ¡cuánto sufrimiento! Y qué consecuencias tan devastadoras
en millones de personas está teniendo y seguirá teniendo el terrible asunto de
los abusos sexuales en la Iglesia.
No
puedo ni imaginar el dolor del papa Francisco por todo ese daño atroz causado a
tantas y tantas personas. Porque esta es una historia de dolor y
sufrimiento.
Dolor
y sufrimiento, ante todo, de las víctimas. Niños y jóvenes que se encontraron con lo que no
podían ni imaginar, y no sabrían ni qué hacer. Y se sabían solos.
Y además, todo
en la sombra y en la impunidad de los verdugos durante largos años, años en los que el mal crecía, y se hacía fuerte,
porque el mal, sea cual sea, si no se ataja, crece y crece hasta destruirlo
todo.
Y ese
mal que, oculto, ha crecido, salta a la luz y nos da ahora más frutos ponzoñosos, más víctimas; toda esa gente que, escandalizada, abandona e incluso se enfrenta a la Iglesia, indignada,
enrabiada, decepcionada. Y con razón.
Y esa
decepción acaba dejando a la intemperie a muchos creyentes que no son capaces
de distinguir, y no tienen ellos la culpa, entre su fe y la Iglesia. Creyentes que
siempre han confundido a la jerarquía y el clero con la Iglesia y que, hecha
trizas la imagen de aquel obispo, de este cura, de ese fraile…, se quedan con el sentimiento de que les han tomado el pelo, de que han sido
víctimas de un timo monstruoso.
El mensaje
limpio y claro del Evangelio queda oculto. Y Jesús, convertido en un fantoche,
en un señuelo que “mala gente utilizó para comernos el coco, y luego, mira lo
que hacían”.
Y también la
gente que no nos quiere bien, ellos sabrán por qué, encuentran más motivos, y
contundentes, para seguir sin querernos, incluso para despreciarnos y hasta
odiarnos. Y son ellos también víctimas, porque tendrán más difícil todavía
llegar a encontrar algún día la fe.
No
juzgo a nadie. No soy quién. La justicia humana debe hacer su trabajo, y la
Iglesia, toda la Iglesia, dolorida, humilde, aparte de pedir perdón, debe colaborar en esta tarea hasta las últimas
consecuencias, por devastadoras que sean.
Y confiar
todos en la misericordia de Dios, en su amor incondicional que perdona, que
limpia, que vivifica, que libera, que resucita.
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