Llegamos
a la hora de comer de un día demasiado cálido para los Pirineos y nos sentamos
en una agradable plaza, a comer a la sombra. Junto a nosotros, tres jóvenes
tomaban algo mientras, sin quererlo, escuchábamos su conversación, acorde con
su vestimenta.
Basta,
soez, machacona, hueca, desagradable y cargante. ¡Vamos! Todo un muestrario de
miseria lingüística. Y si lo que hablamos y cómo lo hacemos es la manifestación
exterior de qué somos y cómo somos, que Dios nos coja “confesaos” si hay mucha
gente así. Menos mal que se fueron tras el primer plato y pudimos acabar de
comer con dignidad.
Al día
siguiente entramos en otro bar a comer también y nos deleitamos con
satisfacción de la conversación que, también sin querer escucharla, mantenían
dos parejas de ancianos.
Elegante,
inteligente, culta, agradable. Desde luego no habrían sido unos pelagatos en su
juventud. Daba gusto oírles hablar. ¡Qué contraste!
Y no
es que vayamos por ahí escuchando conversaciones ajenas, pero inevitablemente
oyes a quien tienes a un par de metros escasos, y aunque nosotros manteníamos
nuestra propia plática, no podíamos evitar escuchar retazos de las más próximas.
Y yo pensé:
y todos tienen el mismo derecho a voto.
Y lo malo es que así debe ser. Eso es lo malo. Que así debe ser. Porque no
puede ni debe ser de otra forma. Por eso pasa lo que pasa y no puede pasar otra
cosa distinta a lo que lamentablemente pasa.
¿Qué
hacer pues? Educación y cultura. Educación y cultura. Educación y cultura. Sólo
eso alumbrará la verdadera democracia. El verdadero progreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario