Nos
pasó también hace unos días, en un pueblecito del Pirineo. Entramos a comer a
un restaurante y como teníamos reserva nos habían puesto en un confortable y
acogedor rinconcito del local. Allí, sentadas plácidamente, nos esperaban
nuestras bienamadas.
Pero
el deseado acceso hasta ellas y al buen yantar que nos esperaba se vio
obstaculizado por una pareja de viejecitos, muy, muy viejecitos, que andaban
pasito a pasito, como si fueran a desmontarse en cualquier momento.
Hablaban
con el dueño que trataba de explicarles que la única mesa que quedaba libre era
una contigua a la nuestra, pero de esas “de gallinero” que dice Isabel; más
altas de lo normal y con taburetes en vez de sillas. Era evidente que allí no
podían subir los vejetes.
De
esto fue Isabel quien se dio cuenta, y entonces le dijo al dueño, muy amable
por cierto, que podían ocupar nuestro agradable rinconcito y que nosotros nos
subiríamos al “gallinero”.
¡Impresionante!
Las expresiones de agradecimiento de la pareja fueron apabullantes hasta el punto
de que la señora acabó llorando de pura emoción. Esto no lo hace nadie hoy en
día, gracias, muchas gracias, repetían, mientras muy lentamente, se dirigían a
la que hubiera sido nuestra mesa.
Vino
después el dueño que nos volvió a dar las gracias, se disculpó, como si él
tuviera la culpa de algo, y volvió a decirnos que hay muy poca gente como
nosotros. ¡Vamos, que se nos subió la autoestima hasta allá arriba! Además
comimos, como siempre muy, muy bien. Sólo nos faltó salir cantando y si somos
los mejores bueno y qué.
No
escribo esto para echarnos flores. Ni por vanidad, vicio este que detesto y del
que siempre he tratado de huir. De hecho me siento más cerca de la tierra que
del cielo, y del estiércol que de las flores. Quizá por eso busco con ansia las
cumbres y me encantan las plantas.
Lo
escribo como reflexión. Siendo tan fácil muchas veces hacer la vida cómoda y
grata a los demás, ¿por qué no lo hacemos? Primero porque hay que estar atentos
a lo que nos rodea; de hecho sólo Isabel se dio cuenta de lo que pasaba. Y
luego, porque una vez descubierto lo que sucede hay que dar una respuesta con
la que probablemente nada ganamos, si acaso algo perdemos.
¡Que
se apañen! ¡No es mi problema! O en plan más soez, ¡que se jodan estos viejos!
Haber venido antes. Yo, yo y yo. Porque yo lo valgo. Los egos inflamados, que
dice una compañera mía de toda la vida. Los egos inflamados que no nos dejan
ver más allá de su hedionda inflamación y que tanto daño provocan, que tan
áspero y duro hacen que sea un mundo que podía ser, cuanto menos, un poco más
habitable.
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