Voy a
dedicar este texto extraído del libro de George Sonnier, La montaña y el
hombre, a todos los que en algún momento de su vida han compartido conmigo la
altitud, y de un modo muy especial a mis amigos José Ángel y Miguel Ángel que, como ya dije en una pasada entrada, llegaron a la cima del Mont Blanc el pasado
17 de agosto. Y lo comparto una tarde de verano, por fin lluviosa, ¡han caído tres litros! que me
reconforta y que anuncia tímidamente el ya no muy lejano otoño. Buena tarde ha
sido para leer y escribir.
Cuando
nuestra sangre late en las sienes; cuando el aire helado seca nuestra garganta
y penetra hasta lo más profundo de nosotros como un fluido infinitamente precioso y vivificante;
cuando
ya no tenemos hambre, sino sed, y todo en nosotros se convierte en esfuerzo,
gesto o pensamiento;
cuando
el frío es tan intenso que el piolet se nos escapa de las manos y los
horizontes quedan humedecidos por
nuestras lagrimas;
cuando
la superficie de nuestra tierra se nos aparece como un rostro vivo, pero como
el rostro ajado de una criatura que hubiese sufrido mucho;
cuando
con una mirada descubrimos los desgarros y las heridas antiguas, las
complicadas alianzas de las cadenas, la unión o el divorcio de las aguas;
cuando
toda vida animal o vegetal ha quedado absorbida en el gigantesco crisol;
cuando
desde el fondo de los valles, se eleva y muere a nuestro pies la gran voz
geológica, la queja inmensa de la tierra, hecha por los mil ruidos de abajo,
ruidos de la erosión, del agua y del viento;
cuando
sentimos que esa queja, agotada por su larga ascensión, es incapaz de alterar
el gran silencio superior;
cuando
la perfección misma de ese silencio es tal que hiere nuestros sentidos;
cuando
percibimos como un roce del espacio;
cuando
se nos aparecen los astros en pleno día;
cuando
la luz nativa se desliza desde un infinito trasparente y negro, oscura como una
luz que hubiera perdido su reflejo;
cuando
esa luz penetra directamente en nuestros ojos sin dañarlos, pero la primera
nieve nos refleja la misma luz con una violencia que nos ciega;
Entonces
reconocemos la altitud.
¿No es
esta la respuesta a la pregunta lanzada en la entrada del 18, cuando veníais de
regreso? ¿Qué encontrasteis allá arriba? La altitud. Esfuerzo recompensado, frío
dominado, contemplación serena, silencio profundo, una luz que sólo hay allá
arriba. Y todo esto, al menos a mí, me hace sentir libre, vivo y en paz. Allá
arriba, en la altitud, en las montañas.
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