Dos
días grises y lluviosillos en el mes de agosto, aunque aquí solo hayan caído
tres litros, dan un respiro al monte que, agradecido, parece vestirse de
fiesta, fiesta que vale la pena disfrutar. Sabía que el amanecer de hoy sería
espléndido.
Así
que muy temprano me he ido a la sierra. Era de noche cerrada cuando he empezado
a andar hacia una pequeña pero bonita montaña abierta al mar, donde encontrarme
con el sol.
Fresco,
humedad, olor a tierra mojada, la luz llegando poco a poco. La cima. Ante mí el mar, y
hacia el sur la ciudad de Valencia y un sinfín de pueblos. Sale el sol y sigo
el camino por terrenos que quemaron y que están regenerándose. Al monte se le
ve limpio, muy verde. En las umbrías las gotitas de agua siguen colgadas de las
plantas.
Al
pasar por un barranco veo, en lo alto de una peña, a un águila que, muy quieta,
me contempla. La disfruto a placer, pues mi presencia no le asusta. Durante un
rato nos miramos. El silencio de la hora temprana sólo lo rompe el canto de los
pájaros.
Sigo
mi camino, ya de regreso hacia el coche. El calor empieza a notarse, pero a las
nueve de la mañana aun es hasta agradable. A las diez y media estoy en casa
almorzando.
He
disfrutado del regalo de estos dos días misericordiosos en medio del castigo
implacable de un verano extremado y agobiante.
¡Qué bonito estaba el monte esta
mañana!
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