Cuando
estaba yo en la Universidad, hace ya más de mil millones de años, había una
pintada que vi en muchos sitios, aseos, pasillos, puertas, paredes, que decía
Heidi al poder, Rottenmeier al paredón. Eran los tiempos de Heidi en la tele.
Y
siempre me hizo pensar eso del poder y el paredón; me inquietaba. El tiempo me
ha ido clarificando aquel pensamiento y aquella inquietud juvenil ha encontrado
su causa, causa que intuía, y que el paso de los años ha dejado bien al
descubierto.
Todo
poder, implica paredón.
Y ese es
el problema. El poder, si es servicio, es legítimo; pero solo si es servicio, y
entonces se le llama de otras formas. Si no lo es, es una de las muchas formas
del mal, y genera rabia, enfrentamiento, odio, violencia…, muerte al fin y al
cabo. Paredón.
Por
eso, cuando escucho la palabra empoderamiento, palabra fea donde la haya,
tiemblo. Si empoderas a alguien, llevas al paredón también a alguien. Eso es
así aunque lo revistan de bellas palabras. Siempre ha sido así, y siempre lo será.
Porque el poder es intrínsecamente perverso. Siempre supone un porque puedo lo
hago, y el cómo he llegado a poder, ya es harina de otro costal. Y lo es porque
decido desde el poder que así sea.
Pero
si entiendo el poder como servicio ya no es poder, es autoridad. Y la autoridad
auténtica, nunca deseada por quien la ejerce (prueba ésta de su autenticidad)
se legitima en la entrega a los demás.
Si
aplicamos este planteamiento a la política, a los movimientos sociales, a la
empresa, incluso a las relaciones sociales, se llega a interesantes y sabrosas
consecuencias.
Sí,
Heidi al poder. Pero no Rottenmeier al paredón. En algún lugar habrá, debe
haber, un encuentro entre la luminosa cabaña alpina del abuelo y el sombrío
piso de la agria señorita Rottemmeier.
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