En mis
excursiones entre semana, ahora que puedo, veo muchos animalillos y, con menos
frecuencia, me tropiezo con alguna persona. Nuestros montes están solitarios de
lunes a viernes.
Estos
encuentros con individuos de mi misma especie suelen ser, cuanto menos,
curiosos. El de hoy lo ha sido; voy a relatarlo.
Andaba
por un camino y he escuchado el sonido de un motor y hierros, clara señal de
que venía un vehículo de esos que ya han conocido muchos inviernos y muchos
kilómetros de tierra, piedras y polvo.
Como
estaba llegando a una curva, me he apartado a un lado para no tropezarme con él
de cara. En cuanto me ha visto ha frenado en seco delante de mí. Era
ciertamente un coche ya viejecito y desvencijado, y su conductor, un hombre de
edad difícil de calcular, malcarado, de catadura espesa, como diría García
Márquez.
“Què
fem?” me ha espetado, sin saludo previo. Le he respondido,”Donant un passejet
per ací”. Ha seguido un silencio mientras me miraba de arriba a abajo; y cuando
ya me había escaneado, ha dicho, “Necessita algo?” “No, gràcies, porte de tot
en la motxilla”, le he contestado.
Ha
puesto el motor en marcha y tras un “Au! Que vaja bé!”, se ha alejado por el
camino, envuelto en una nube de polvo. Y yo he seguido la ruta pensando que hombres
como estos, esculpidos por el monte, rudos, solidarios en su mundo, quedan
pocos. Son gente de otros tiempos.
Y he
pensado también que me siento más cerca de gente así, que de todos esos que
inundan montes y carreteras los fines de semana, debidamente “uniformados” y
haciendo cosas que se nombran en inglés.
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