Me contó una profesora que, hace algún tiempo, se
dirigía al colegio cuando pasó frente a un comercio donde habitualmente quedan
unos cuantos de sus alumnos para ir juntos al “cole”.
Ese día estaba sólo uno, los demás ya se habían ido, que le saludó anormalmente serio, muy extraño. Llamándole a la “profe”
esto la atención le preguntó si le pasaba algo.
La respuesta fue terrible. Se echó a llorar
desconsoladamente diciendo que había sucedido algo muy grave y que estaba
esperando allí a que abrieran el comercio donde trabajaba su madre, para
contárselo.
La “profe”, asustada, indagó por si podía ayudarle.
Le preguntó si estaba solo en casa, a lo que respondió que no, que estaba con
su padre. Esto le preocupó más todavía. ¿Le ha pasado algo a papá?¿te ha pasado
algo con él? Y entonces el chaval, redoblando el llanto le dijo que se le había
muerto… el hamster.
No sabiendo muy bien cómo abordar la situación, la
profesora, tras acompañarle, como pudo, en el sentimiento, preguntó, ¿cuánto tiempo
lo tenías? Respondió: seis años. Y el chiquillo tenía doce. Media vida. Para
él, desde sus doce años, toda la vida.
Esta sencilla anécdota me recordó lo importante y
necesario que es entender el dolor de los niños. Entender que lo que para
nosotros puede ser algo banal, para ellos puedes ser algo muy grave, muy
importante. Y actuar en consecuencia. Recordar que los niños también sufren de
verdad, en ocasiones en proporción a sus años, y a veces lamentablemente, sin
proporción alguna. Necesitan entonces de nuestro calor, nuestro respeto,
nuestro cariño y nuestra comprensión.
Aquel chavalín esperaba que abrieran la tienda para
ir a su mamá y abrazársele llorando porque se había muerto su hamster, al que seguro llamaría por su nombre, dándole a ella también, me imagino, un buen
susto.
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