Evocando aquel fuego que en julio del 83 nos iluminó
y calentó durante una semana a orillas de la Basa de la Mora , en el corazón del macizo de Cotiella. Sólo
nos encontramos con dos personas, una de ellas un pastor…un zorro cruzaba el prado, al atardecer, todos los días.
Cuando perdidos en el bosque sentimos ese especial
aroma a leña, y presentimos la presencia de alguien que nos devolverá al
camino…
Cuando desorientados en la noche vemos allá a lo
lejos, en el valle, esa luz insignificante, ese leve resplandor que nos alegra
y destensa…
Cuando en la noche fría o el día gris, lo cuidamos,
lo mimamos, porque nos sabemos dependientes de él y nos alegramos al verle
crecer fuerte y vigoroso…
Cuando más allá de los bosques, más allá de los
prados, en el desierto de roca y nieve de la alta montaña lo echamos de menos y
hemos de acostarnos con el sol…
Entonces entendemos profundamente el fuego,
entendemos por qué no cansa mirarle, por qué alarga la noche, por qué crea
leyendas, por qué hace grupo y llena el silencio.
Porque este espacio habitable ha sido quizá el primer
espacio humano, verdaderamente humano en la historia del mundo.
En la inmensa grandeza de las montañas buscamos, como
hace miles de años buscaron nuestros antepasados, ese hueco cálido, luminoso,
ese punto de referencia, ese lugar de reposo, de encuentro, ese refugio seguro.
El frío, la noche, el miedo, quedan misteriosamente
fuera, aunque estén ahí, acechando.
Cuando se acabe la leña…
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