Insomnio de una noche de verano.
“Comprenda usted que son jóvenes”, dice por teléfono el
policía a un vecino que a las cuatro o las cinco de la mañana llama desesperado
buscando la protección de la ley…¡ya ves! infeliz.
Nadie duerme en casa. Los niños tampoco. La música a
un volumen del todo innecesario, los gritos,
las risotadas, inundan el ambiente.
El botellón con “de todo”, faltaría más, se extiende
por doquier. El “recinto oficial” queda pequeño y la juerga se desparrama. Ha
venido “peña” de muchos sitios.
Todo es fiesta y al calor de la noche veraniega, de
la música envolvente y machacona, del alcohol y “todo lo demás”, hay quien se
divierte tocando los timbres de las casas, untando de mierda una fachada, orinando
en una esquina, pintarrajeando una pared…
Y tienen, según ha dicho el policía, permiso para la
juerga hasta las 5, las 6, las 7, como también deben tener permiso, de sus
padres se supone, el montón de menores que se han añadido al evento.
Y el vecino, se jode, ¡claro! Tienen permiso de la
autoridad y son jóvenes. Hay que comprenderlos. Quien más y quien menos hemos
hecho cosas así, cuando éramos jóvenes. ¿Sí? ¿Seguro?
Y como no puede dormir, piensa, porque el vecino
tiene algo de cultura, y piensa en cuando estudió a Thomas Hobbes, a John
Locke, a Jean-Jacques Rousseau y recuerda que estos señores, ya en el siglo
XVII y XVIII, dejaron claro, cada uno a su manera, que en una sociedad
civilizada, el individuo renuncia a protegerse, a defenderse, a hacer justicia
por sí mismo, a cambio de que el estado lo proteja, lo defienda, le haga
justicia a través de los medios creados para tal fin, tales como legisladores,
jueces, alguaciles etc… Es como un contrato, estudiaba. El contrato social, le
llamaba Rousseau, o algo así.
Y al hilo de estos pensamientos, llega a una terrible
conclusión. Si el estado, mediante las autoridades competentes y las fuerzas de
seguridad de ellas dependientes, ha roto el contrato unilateralmente, ya no hay
contrato. El contrato rige mientras ambas partes lo cumplan. Y una de ellas no lo
ha cumplido. No, no lo está cumpliendo, se dice a sí mismo preso de la agitación.
Y entonces, sintiéndose libre de ataduras contractuales, y responsable directamente, muy a su pesar, de la defensa
de sus derechos y de los de los suyos, se decide a salir a la calle aullando un
grito de guerra, un rotundo y legítimo “¡estoy hasta los cojones!” No sabe muy
bien a qué, pero no aguanta más.
Ve el horror en el rostro de su cansada esposa,
escucha el llanto de sus hijos asustados. Es como una pesadilla. Pero entonces,
desde lo más hondo de su ser, un principio moral, porque él sí tiene moral,
superior a cualquier ley humana, a cualquier arrebato de cólera, a cualquier
indignación por profunda que sea, le detiene y una voz le dice, “aunque tienes
motivos para estar hasta los cojones y más, no salgas a la calle”,” un error no
se borra con otro error”, “al mal no se
le vence con el mal”.
Y entonces, respira hondo, deja al jovenzuelo que
está aliviando su vejiga junto a la puerta de su casa que acabe su faena, y se
sienta a ver una del oeste, de esas que acaban con la victoria indiscutible y redonda
del bueno y el triunfo de la ley…”pa compensar”.
No, no puede hacer otra cosa. Su mujer se tumba en el
sofá rendida por la tensa vigilia forzada, los niños dormitan a ratos…aún son
las 5 de la mañana…En la película aún lo está pasando mal el bueno.
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