Voy pocas veces hacia el sur y menos todavía por la
costa. Y no es porque no me guste, no, más bien por lo contrario. Porque me
gusta mucho y me da mucha pena y rabia en lo que con el paso de los años se ha
convertido.
Me siento agobiado entre tantos chalets, casas,
urbanizaciones, hoteles carreteras… Me da la impresión de que no han dejado ni
un rinconcito donde se pueda estar en soledad.
Los pueblos, su parte antigua, son preciosos; las
playas, las calas, los acantilados una maravilla; las montañas, agrestes y
altivas, con panoramas excepcionales desde sus sendas y sus cumbres. Pero todo,
siempre envuelto por un urbanismo, en mi opinión, tan salvaje y agresivo que
deja muy poco margen a la naturaleza libre.
Pienso qué hermosa debió ser aquella tierra antes de
que gente sin escrúpulos se diera cuenta de que era realmente muy, muy hermosa.
Pero había un rinconcito en el cabo de San Antonio,
cerca de Jávea, que era como un oasis de naturaleza libre. Había que andar un
poquito desde donde dejaba la moto, y entonces me encontraba frente al mar que
rompía allá abajo del acantilado. Y desde allí, mirara donde mirara no había
nada que ensuciara el paisaje, nada que me agobiara.
No se si volveré a ese rinconcito. Dicen que casi
todo lo que se ha quemado es de regeneración rápida, dicen. Me alegro que así
sea. Pero por rápida que sea esa regeneración y por años que viva, ya no
volveré a ver mi rinconcito como era. Eso sí, permanecerá el mar. Al mar no lo
quemarán, lo ensuciarán sí, pero no lo quemarán.
Uno más que me quitan. Ya me han quitado tantos…
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