Quiero
compartir esta mañana del 25 de diciembre, el texto del pregón de Navidad que
escuchamos anoche, en la Misa del Gallo. Me gusta, me gusta mucho por muchos
motivos, pero sobre todo porque proclama solemnemente algo que me parece muy
importante: la irrupción definitiva de Dios en la historia del hombre.
Empieza
por el origen del universo, la tierra como materia incandescente rotando sobre
su eje, sigue con la aparición de la vida en ella, y tras larga evolución, con
el alumbramiento del hombre, el ser capaz de recibir el Espíritu de Dios.
Continúa
con Abraham, Moisés, David, con el
edicto de Ciro, y después nos sitúa la primera Nochebuena en la 194 olimpiada
griega, en el año 752 de la fundación de Roma y en el 42 del reinado de Octavio
César Augusto.
En ese
preciso momento de la historia, en un pesebre, porque no había sitio para ellos
en la posada, nace el Hijo de Dios, Jesús, Cristo. En absoluta humildad, en
silencio. Estando el universo en paz, dice el pregón.
Os
invito a que, si ya lo conocéis lo releáis sin prisa, y si no lo conocíais lo
conozcáis. Y si no sois creyentes, también os invito a leerlo, aunque sea para
conocer, aunque no lo compartáis, el sentido que la Navidad da al universo, a
la historia, a la existencia de cada uno de nosotros.
Millones
de años después de la creación, cuando la tierra era materia incandescente,
rotando sobre su eje.
Millones
de años después de brotar la vida sobre la faz de la tierra.
Miles
y miles de años después de que aparecieran los primeros humanos, capaces de
recibir el Espíritu de Dios.
Unos
mil novecientos años después de que Abraham, obediente a la llamada de Dios,
partiera de su patria sin saber a dónde iba.
Unos
mil doscientos años después de que Moisés condujera por el desierto hacia la
tierra prometida al pueblo hebreo, esclavo de Egipto.
Unos
mil años después de que David fuera ungido rey de Israel por el profeta Samuel.
Unos
quinientos años después de que los judíos, cautivos en Babilonia, retornaran a
la patria por decreto de Ciro, rey de los persas.
En la
ciento noventa y cuatro Olimpiada de los griegos.
El año
setecientos cincuenta y dos de la fundación de Roma.
El año
cuarenta y dos del reinado del emperador Octavio César Augusto.
Estando
el universo en paz, el Hijo de Dios Padre, habiendo decidido salvar al mundo
con su venida, concebido por obra del Espíritu Santo, transcurridos los nueve
meses de su gestación en el seno materno, en Belén de Judá, hecho hombre, nació
de la Virgen María, Jesús, Cristo.
La
solemnidad de esta noche nos recuerda aquella otra, la más importante del año:
la Vigilia Pascual. El nacimiento de Cristo presagia su Pasión y su
Resurrección gloriosa: el pesebre y la noche de Belén evocan la cruz y las
tinieblas del Calvario; los ángeles que anuncian al recién nacido a los pastores
nos recuerdan a los ángeles que anunciaron al Resucitado a los discípulos.
Es,
pues, la Pascua del Señor Jesús -nuestra pascua, feliz Pascua- lo que en verdad
celebramos en la conmemoración de la Navidad.
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