Hoy
hace 68 años que fue aprobada solemnemente la Declaración Universal de Derechos
Humanos. Una fecha importante, una celebración importante. Posiblemente es lo
más digno que nos une a todos los seres humanos. Algo así como lo más alto, lo
más bello, lo más justo que hemos sido capaces de consensuar entre todos los
que habitamos el planeta tierra.
A la
vista está que estamos aún muy lejos de que estos derechos sean respetados por
todos. En muchas partes del mundo, el desprecio por ellos es mucho más que evidente,
es hiriente, es de vergüenza.
Y
llegados a este punto, nos vendrán a la mente mil situaciones en las que sucede
esto, la mayoría vistas en el telediario, o leídas en la prensa, y que suceden
lejos de aquí. Menos mal, lejos de aquí.
Pero
no es así, porque aquí también se vulneran derechos humanos básicos. Podía
citar muchos casos, pero me voy a centrar en dos que me llaman poderosamente la
atención y en los que, parece ser, casi nadie cae en la cuenta, quizá por
quedar a la sombra de otros más evidentes.
El
derecho número tres, el derecho a la vida. El niño torero, enfermo de cáncer, tiene derecho a la vida,
aunque le gusten los toros. Me indignó, me irritó profundamente esa gente que a
través de la red pedía su muerte. Fueron unos pocos, pero estoy seguro de que
hay más, bastantes más como ellos, pero no se atrevieron a decirlo en alto. El derecho a
la vida del ser humano está por encima del derecho a la vida de cualquier
animal. Y conste que respeto, a los animales y que estoy radicalmente en contra
de causarles sufrimiento de modo gratuito. Pero la vida de ese niño está por
encima de la de todos los toros del mundo. Y esto está en la Declaración
Universal de Derechos Humanos. Sólo una mente enferma, emponzoñada por absurdas
ideologías puede albergar semejante deseo, el de la muerte de un niño. Esos
radicalismos ideológicos que, incluso cristalizan en determinados partidos
políticos, atentan contra los derechos humanos. En este caso contra el derecho
a la vida.
El
derecho número diecinueve, el derecho a la libertad de expresión. Cierto que en tiempos de Franco no había
libertad de expresión. El régimen la prohibía. Hoy es lo políticamente correcto
lo que coarta, y cada vez más, esa libertad. Cada vez hay que pensar más y
mejor lo que dices y dónde lo dices, porque aun diciéndolo con respeto, aun
siendo cierto lo que dices, al menos desde tu punto de vista, hay demasiadas
cosas que no puedes decir. Pero no ya sólo por el contenido de lo que dices, sino por cómo lo dices. Sí, incluso por la forma de hablar. Un día le dije a un
amigo que por qué decía eso de compañeros y compañeras, amigos y
amigas, padres y madres, cuando la RAE dice bien claro que es artificioso e
innecesario. Me dijo que piensa que es una estupidez ridícula y farragosa, pero que no quiere líos. Esto también va contra los
derechos humanos. Mi amigo, en su trabajo, no tenía, no tiene libertad de
expresión.
Sesenta
y ocho años que se promulgó y así seguimos. ¿Avances? Claro que sí, faltaba
más. Pero aún queda mucho, mucho más de lo que pensamos. Hay que seguir
caminando en esa dirección. Sin cansarnos.
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