Las
fiestas ilegales que brotan, como setas en otoño, por doquier, no me sorprenden
en absoluto. Son una muestra muy clara de la absoluta falta de valores, de la
insolidaridad de una sociedad “tan solidaria”, del egoísmo llevado hasta el
límite. En resumen, de la honda miseria moral de la sociedad que hemos creado y
en la que vivimos.
He de
reconocer que estas fiestecitas, aliadas eficaces del virus, me provocan un
asco indescriptible y una extrema violencia. Me liaría a guantazos con la mala
gente que las monta y que participa en ellas.
Y ya
sé que la violencia nunca es la respuesta, pero ha habido, hay y habrá tanto
dolor, tanto sufrimiento, tanta angustia, tantos sueños rotos, tantas vidas
perdidas antes de tiempo, que no concibo que se pueda ignorar todo esto con tal de montármelo bien, convirtiéndome en
aliado del virus. Me resulta un comportamiento intolerable, sea de quien sea.
Como
alguien decía, hay que denunciar, sí, denunciar cualquiera de estas fiestecitas
de las que tengamos noticia. Es lo único que podemos hacer. Eso es
responsabilidad, solidaridad y un grito por la vida. Y hay que hacerlo. Porque
lo de liarse a guantazos, aunque apetece mucho, no es el camino. Y no porque no
lo merezcan.
Lo
confieso. Una de las consecuencias para mí más demoledoras de esta pandemia está
siendo una gran pérdida de confianza en la humanidad. Sí, ya sé que también hay
buena gente, incluso héroes en esta triste guerra, pero hay también tantos,
tantos, y permitidme decirlo así, tantos grandísimos hijos de puta…
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