Hay
cosas que cambian para bien, no todas. Una de ellas es nuestra relación con los
animales, y en concreto con los reptiles. Y aunque he de reconocer que a mí me
dan “cosa”, los respeto muchísimo, no solo por la cuenta que me trae, sino
porque tienen un papel importante en el ecosistema y además derecho a un lugar
bajo el sol.
El
otro día, andando por un bonito camino que discurre a la orilla de un río, me
encontré con una culebra, más bien un culebrón, tomando plácidamente el sol,
atravesado justo en medio. Desenfundé rápidamente la cámara para fotografiarla,
por si se iba, pero no, allí estaba, tranquilo y sosegado el bicho.
Hice
las fotos que quise acercándome mucho y ni se movía, solo sacaba la lengüecita
bífida. La toque con el bastón y se dejó tocar, sin inmutarse; solo me miró.
Estaría aún algo aletargada, porque calor, lo que se dice calor, no hacía.
Iba a
seguir mi camino cuando escuché el sonido de un motor, a la vez que un todo
terreno asomaba rapidito por una curva próxima. La iba a tropellar seguro, por
lo que la volví a tocar con el bastón empujándola fuera del camino. El coche
paró y esperó a que acabara mi maniobra de salvamento culebrero. Seguí
insistiendo hasta que se revolvió contra el bastón y, poniendo la parte
delantera muy tiesa, se fue como diciendo, ¡ya me ha fastidiado la siesta este
pelma! Y yo pensé, ni me ha dado las gracias por salvarle la vida el bicho, ¡culebras!
Y así
acabó esta historia. Cada uno seguimos nuestro camino. Y yo pensaba que no hace
mucho, el encuentro de una persona con una serpiente, fuera esta la que fuera,
acababa con el bicho reventado si la sierpe en cuestión no se había dado prisa
en desaparecer. Aunque aún hoy en día no es raro verlas por caminos y
carreteras muertas a pedradas.
En
fin, en algunos aspectos progresamos, pero poco a poco.
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