Vi ayer en la tele la publicidad de un
detergente que me molestó. Y no por el detergente en sí, sino por un breve
momento del spot, ya al final, cuando tras tratar de demostrarnos las
excelencias del producto publicitado, un detergente que limpia hasta las almas
empecatadas, alguien que va a salir de casa, muy sonriente, se pone una
mascarilla.
Por
ahí no paso. Normalizar lo anormal es el camino a ningún sitio. Porque ponerse
mascarilla para salir de casa, aunque ya llevemos haciéndolo un año, y lo que
te rondaré morena, es del todo anormal, desagradable, irritante, agobiante,
repulsivo…
Soy de
los piensan que la mascarilla es absolutamente necesaria y de que son unos
malnacidos quienes no la llevan o cuando deben llevarla la llevan mal, tengan
la edad que tengan. La blandenguería con la infancia y juventud nos está
trayendo muchos problemas. Pero de ahí a hacer que el ponerse el necesario
artilugio sea lo más normal del mundo hay un abismo.
El no
ser capaz de adaptarse a las circunstancias te puede volver loco, pero comulgar
con ruedas de molino, y además tan contentos, te hace gilipollas. Yo prefiero
volverme loco.
No
aguanto todos esos intentos, como la cancioncita estúpida de que “que boniqueta
es la mascareta” o algo así, de hacernos creer que tener que llevar ese odioso
artilugio es algo distinto a una maldición.
Maldición
que durará lo que tenga que durar, que dejará secuelas en muchos aspectos de
nuestra vida y que en modo alguno es algo normal y asumible, y encima con
alegría.
No; es
el signo más visible, que todos llevamos en la cara como una luctuosa marca, de
que nuestro mundo está enfermo por un virus, enfermedad agravada y mantenida
por nuestra irresponsabilidad e insolidaridad. El signo más visible de nuestra
fragilidad y vulnerabilidad. El signo más visible de nuestra impotencia
esencial.
Por
todo esto, y porque me molesta y me da pena llevar eso en la cara y verlo en
los demás, me da rabia que intenten hacernos creer que es algo normal, natural
y hasta divertido.
Prefiero
volverme majara a acabar gilipollas. A fin de cuentas, la locura puede tener su
grandeza, ahí tenéis a don Quijote; en la gilipollez no se la encuentro por
ninguna parte.
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