El Balaitús a la izquierda, medio oculto por las nubes. A la derecha Las Frondiellas. |
Dos años
después de mi primera ascensión volví con un amigo en otoño. Fue aquella una
jornada memorable. La parte alta de la montaña ya estaba nevada y además nos
envolvió la niebla, lo que añadió más incertidumbre a la que ya teníamos por el
estado de la Gran Diagonal, itinerario por el que subimos. Pero hicimos cumbre
sin contratiempos y volvimos, ya de noche cerrada, al pueblo donde cenamos bien
a gusto. (Pronto publicaré las fotos de esta ascensión)
El año
siguiente, el 1991, fue el del accidente. Hicimos también cumbre una mañana
radiante y fría de verano pagando un precio bien alto, e infinitamente más alto
podía haber sido. Nada grave pasó al final, pero necesitamos la intervención
del helicóptero de la Guardia Civil. Sobre esta ascensión no voy a decir más, porque
ya lo he hecho en el blog en otras ocasiones. Remito al lector a esas entradas.
(Ver: Balaitús, veinticinco años después. /Aquel 13 de julio. /Gracias por
compartir conmigo vuestras experiencias.)
Pasaron años
hasta que volví al Balaitús; veinte años. En octubre de 2011 volví con unos
amigos, y esa vez sí fue una ascensión tranquila, sosegada y sin nada que
reseñar como no fuera la belleza de la montaña, la dureza de la marcha y la
satisfacción celebrada con una magnífica cena en un buen restaurante.
A finales de
septiembre de 2015 volvimos otra vez, y en esta ocasión venían dos de los
componentes de la ascensión del accidente, que eran unos niños entonces. Iba a
ser una jornada muy especial. Y lo fue, pero no porque hiciéramos cumbre,
porque esa vez el Balaitús nos rechazó, sino por la situación que se creó ya
cerca de la cima.
No había aún
nieve y el día salió magnífico. Parecía que sería un paseo en barca, pero la
montaña tiene sus defensas que utiliza cuando quiere. Y las utilizó. La Gran
Diagonal, estaba totalmente helada. Había nevado días atrás, el calor del sol
había fundido la nieve, y el frío de la noche lo había helado todo. Nuestra
cordada era de las primeras aquel día, y cuando nos dimos cuenta que era
imposible seguir subiendo, no quedando más de media hora para la cima, nos
vimos bloqueados por las cordadas que venían detrás. Todos retrocedimos, pero
muy lentamente. Bajar es más difícil y peligroso que subir, y así estuvimos,
parados, pegados a la pared helada, en sombra y con un frío que pelaba,
esperando que poco a poco la gente fuera saliendo del atolladero. A nadie
metíamos prisa, pues un paso en falso, tal y como estaba la montaña, podía ser
mortal.
Un poco
decepcionados, pero sabiendo que habíamos hecho lo correcto, regresamos al
valle. Renunciar no es fácil, y menos tan cerca de la cima, pero hay cosas con
las que no se juega, y la vida es una de ellas. Y eso, precisamente el
Balaitús, ya nos lo había dicho. (Ver: Nos paró el hielo.)
Cuatro años
después, estos dos amigos que, siendo niños vivieron la terrible experiencia
del accidente, hicieron cima ellos solos, y nos llamaron desde la cumbre,
haciéndonos partícipes de su alegría y de la intensa emoción que sintieron
cuando llegaron allá arriba, y que Isabel y yo compartimos en la distancia. Les
dediqué una entrada. (Ver:…y habéis acudido a su encuentro.)
Y hasta aquí,
mi historia con esta soberbia montaña, a la que también llaman el pico de los
Moros y el Cervino de los Pirineos. Hasta aquí de momento, porque es una de las
que quiero volver a subir cuando “me dejen”. Espero y deseo que sea pronto, no
sea que me vaya haciendo viejecito y ya no esté para esos trotes, porque el
tiempo pasa y ya he perdido un año pirenaico…
NOTA: Para ver
las entradas referidas con sus fotos no hay más que poner el título en el
buscador del blog.
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