No soy
nada competitivo. Recuerdo que desde niño no entendía a esos compañeros que se
mataban por ser los primeros en todo. Con el tiempo descubrí que sí había una
competición que me gustaba, la que establecía conmigo mismo. Por eso, el lema
olímpico lo asumo desde esta perspectiva. Más rápido que yo mismo, más alto que
yo mismo, más fuerte que yo mismo, mientras el cuerpo aguante, añado yo.
No es
que desprecie a quienes empeñan la vida por una medalla, una copa o un premio. Es
que no acabo de entender que realmente valga la pena, y nunca mejor dicho lo de
pena. Pero lo respeto muchísimo. Cada uno vive la vida como puede, y después
como quiere dentro de los límites de ese poder.
¿A qué
viene esta reflexión? Pues a contar una competición en la que participé muy a
gusto, y que acepté como un reto. Fue hace unos días; una carrera contra el
sol.
Estaba
en el fondo de un profundo barranco por el que discurre, entre paredes y pinares, el río Turia. Para volver al pueblo opté por tomar un sendero desconocido.
Cuando me di cuenta, el sol ya estaba muy bajo, y se acercaba a la cresta de
las montañas que tenía al sur.
Entendí
entonces que no era prudente que me pillara la noche en un terreno desconocido
y solitario. Barrancos profundos, soberbias paredes, densos pinares forman un
conjunto impresionante pero en el que si te pierdes puede costarte mucho tiempo
encontrar una salida.
Y la
competición quedó establecida. Estaba yo en el límite entre el sol y la sombra
que empezaba a subir por la montaña. Se trataba de salvar los 450 metros de
desnivel al mismo ritmo que la sombra avanzaba. Tenía que subir tan deprisa
como bajaba el sol.
Y esa
competición, esa carrera contra la noche, sí que me gustó. Porque no me estaba
midiendo con él, faltaba más, sino conmigo mismo. Y lo logré. Llegué a la
loma desde la que ya se veía el pueblo, y a un camino conocido, justo cuando el
sol se ponía.
Atrás
y abajo quedaban los bosques y las paredes del cañón del Turia, ya oscuros. El
horizonte malva y rosa al este, rojizo al oeste, parecía sostener la cúpula del
cielo en el que la luna en cuarto creciente y las estrellas, empezaban a
brillar.
Llegué
de noche cerrada al pueblo, tranquilo y satisfecho. Y pensaba que hubiera sido difícil salir de aquellos
bosques en la oscuridad y el frío que ya me envolvían.
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