El hombre herido por otros hombres, cargado de
errores, confuso por nunca acabar de entender, triste porque lo que es no es lo
que hubiera querido que fuese, emprende el camino desde la luz turbia del llano
hacia lo alto. Atraviesa bajo un cielo límpido y azul verdes pinares donde el
aire empieza a ser más sutil, más ligero, pero le duelen las heridas, le
agobian los errores, le aturde la confusión, le pesa la tristeza, y el caminar
es lento y torpe. La mirada, cansada de mirar sin saber qué mira, cansada de
mirar sin saber a quien mira, va levantándose del polvo del camino a la cumbre
recortada en el azul. Y sigue subiendo. El aire cada vez más limpio. La
atmósfera más transparente. Es más fácil andar por allí arriba. El llano turbio
va quedando lejos, abajo.
Y al fin la cima. Y allí el hombre contempla. Se deja
llenar de luz y de silencio. Y elevándose “por encima de los símbolos hasta la
pura majestad de lo real, sobre el altar de la tierra entera” ora, y su oración
dice: ¡Oh Dios!, crea en mí un corazón
puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu
rostro, no me quites tu Santo Espíritu. Devuélveme
la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Así dice,
postrado en la soledad de la montaña el hombre herido, equivocado, confuso y
triste. Y queda en silencio ante el cielo, el aire, la tierra, los ojos suavemente empañados
por húmedo velo.
Luego escucha, en el silencio profundo escucha una
voz firme, recia, antigua, una voz acogedora, amante, que le envuelve, le
acaricia y le dice: un corazón quebrantado
y humillado Yo no lo desprecio, y el hombre la repite saboreando cada
sílaba, sintiéndose como el niño pequeño recogido del suelo por su padre, como
el esposo abrazado sin reservas por la esposa amante.
Y entonces la herida duele menos, y siente el error
perdonado, la confusión se va trocando en certeza, y la tristeza se disuelve
como la nieve con la lluvia. Y respira hondo. Y se yergue gozoso en la cumbre.
Y contempla libre el vasto horizonte. Y regresa al llano turbio, donde volverán
a herirle, volverá a equivocarse, volverán a confundirle, volverá quizá la
tristeza. Pero el hombre sabe que Él, un
corazón quebrantado y humillado no lo desprecia. El hombre sabe que eso es
verdad, porque Él se lo ha dicho allá arriba, en el límite de la tierra de los
hombres. Y con la fuerza que le da esa certeza, la vida en los cenagosos
pantanos del llano, sabe que puede seguir siendo Vida.
NOTAS: El texto entrecomillado es de Teilhard de
Chardín, de su obra La misa sobre el mundo,
y los textos en cursiva del salmo 50.
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