Días
de tormenta estos que desgraciadamente no llegan aquí. ¡Con la falta que le
hace al monte que llueva! A mí me gusta que llueva, y me gustan las tormentas.
Las disfruto, siempre que me sepa a salvo y no hagan daño. Son un espectáculo
impresionante, muy digno de ser contemplado.
En su
honor, a ver si se acercan por aquí un poquito aunque sea, comparto esta foto de una bonita tormenta iluminada por el sol de la tarde, y un texto de Platero y yo en el que Juan Ramón Jiménez
describe una que debió darle mucho miedo, o es que no le gustaban y
le asustaban todas. No lo sé.
Miedo.
Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No
hay por dónde escapar.) Silencio... El amor se para. Tiembla la culpa. El
remordimiento cierra los ojos. Más silencio...
El
trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo que no acaba del todo,
como una enorme carga de piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre,
largamente, la mañana desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil—flores,
pájaros—desaparece de la vida.
Tímido,
el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios, que se alumbra
trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones de nubes, se ven malvas y
rosas tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura. El coche de las
seis, que parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando
el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de
prisa...
¡Ángelus!
Un Ángelus duro y abandonado, solloza entre el tronido. ¿El último Ángelus del
mundo? Y se quiere que la campana acabe pronto, o que suene más, mucho más, que
ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que
se quiere...
(No
hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos. Los niños llaman desde
todas partes...
—¿Qué
será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del corral?
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