Escribió el Duque de Rivas, Ángel de Saavedra, en el siglo XIX, un romance que he
utilizado muchas veces en mi labor docente para tratar de explicar el significado
de la palabra honor, palabra tan conocida como desconocido es su significado.
Aparece muchas veces en nuestra literatura, en nuestra historia, y en muchas expresiones
cotidianas. Dice Cervantes, en boca de Don Quijote, que por el honor y la
libertad, bien vale aventurar la vida. Pero ¿qué es realmente eso del honor? La
historia que voy a contar creo que lo deja muy claro.
Vive
en Toledo, en su palacio, el conde de Benavente, castellano al servicio del rey,
y hombre de honor. Llega una noche a las puertas de su palacio el duque de
Borbón, francés, que ha traicionado a su rey, Francisco I, apoyando al rey de
España, Carlos I, en la batalla de Pavía, por lo que éste ha sido derrotado y
hecho prisionero. Por cierto, el galo pasó dieciocho días en el castillo de
Benisanó como huésped de lujo. Por estos favores, el duque viene a “cobrar” a
Carlos I los servicios prestados.
El
conde de Benavente, niega aposento al duque por considerarlo un traidor a su
natural señor, el rey de Francia, y aunque ha ayudado muy eficazmente a su rey,
Carlos I, no deja por eso de ser un traidor. Y los traidores no se hospedan en
su casa.
»Esas
puertas se defiendan,
que no
ha de entrar, ¡vive Dios!,
por
ellas, quien no estuviere
más
limpio que lo está el sol.
»No
profane mi palacio
un
fementido traidor,
que
contra su rey combate
y que
a su patria vendió...
El
duque, hecho una furia, va a ver al rey y le cuenta lo sucedido. Carlos I se
encuentra entre la espada y la pared. Entiende y admira al conde de Benavente, pero
mucho le debe al francés, así que hace llamar al conde a su presencia.
El
parlamento entre ambos es precioso. El rey decide, por cuestiones de estado, que su súbdito debe alojar al duque. El conde
acepta por obediencia, pero no estará conviviendo con él. No pasará ni un
minuto bajo el mismo techo que un traidor.
«Soy,
señor, vuestro vasallo;
vos
sois mi rey en la tierra,
a vos
ordenar os cumple
de mi
vida y de mi hacienda.
»Vuestro
soy, vuestra mi casa,
de mí
disponed y de ella,
pero
no toquéis mi honra
y
respetad mi conciencia.
»Mi
casa Borbón ocupe,
puesto
que es voluntad vuestra;
contamine
sus paredes,
sus
blasones envilezca...
Así
pues, el conde de Benavente deja su palacio al duque y su corte, con todas sus
pertenencias y riquezas, y se aloja en otro lugar de Toledo. Y cuando después de unos días el duque
abandona Toledo de regreso a su tierra, el conde manda prender fuego al palacio
entero, pues ha quedado mancillado por la presencia de un fementido traidor.
Esta es
la historia, y creo que deja muy claro el sentido profundo de la palabra honor,
palabra tristemente trasnochada hasta el punto que mis alumnos no la entendían. ¡Cómo van a entenderla viviendo en el mundo en el que vivimos! No entendían el comportamiento del conde de Benavente que, en su radicalismo, quizá un punto literario, mostraba muy a las claras lo que es el honor llevado
a sus últimas consecuencias. El honor y la libertad por encima de las posesiones, de las riquezas, incluso de la vida. ¡Ahí queda eso!
A
continuación tenéis el poema completo por si queréis leerlo. Se lee fácil.
«Hola,
hidalgos y escuderos
de mi
alcurnia y mi blasón,
mirad,
como bien nacidos,
de mi sangre
y casa en pro.
»Esas
puertas se defiendan,
que no
ha de entrar, ¡vive Dios!,
por
ellas, quien no estuviere
más
limpio que lo está el sol.
»No
profane mi palacio
un
fementido traidor,
que
contra su rey combate
y que
a su patria vendió.
»Pues
si él es de reyes primo,
primo
de reyes soy yo;
y
conde de Benavente,
si él
es duque de Borbón.
»Llevándole
de ventaja,
que
nunca jamás manchó
la
traición mi noble sangre,
y
haber nacido español.»
Así
atronaba la calle
una ya
cascada voz,
que de
un palacio salía
cuya
puerta se cerró;
y a la
que estaba a caballo
sobre
un negro pisador,
siendo
en su escudo las lises
más
bien que timbre, baldón;
y de
pajes y escuderos
llevando
un tropel en pos,
cubierto
de ricas galas,
el
gran duque de Borbón,
el
que, lidiando en Pavía,
más
que valiente, feroz,
gozose
en ver prisionero
a su
natural señor;
y que
a Toledo ha venido,
ufano
de su traición,
para
recibir mercedes,
y ver
al emperador.
II
En una
anchurosa cuadra
del
alcázar de Toledo,
cuyas
paredes adornan
ricos
tapices flamencos,
al
lado de una gran mesa
que
cubre de terciopelo
napolitano
tapete
con
borlones de oro y flecos,
ante
un sillón de respaldo,
que
entre bordado arabesco
los
timbres de España ostenta
y el
águila del Imperio,
de pie
estaba Carlos quinto,
que en
España era primero,
con
gallardo y noble talle,
con
noble y tranquilo aspecto.
De
brocado de oro blanco
viste
tabardo tudesco,
de
rubias martas orlado,
y
desabrochado y suelto,
dejando
ver un justillo
de
raso jalde, cubierto
con
primorosos bordados
y
costosos sobrepuestos,
y la
excelsa y noble insignia
del
Toisón de Oro pendiendo
de una
preciosa cadena
en la
mitad de su pecho.
Un
birrete de velludo
con un
blanco airón, sujeto
por un
joyel de diamantes
y un
antiguo camafeo,
descubre
por ambos lados,
tanta
majestad cubriendo,
rubio,
cual barba y bigote,
bien
atusado el cabello.
Apoyada
en la cadera
la
potente diestra ha puesto,
que
aprieta dos guantes de ámbar
y un
primoroso mosquero.
Y con
la siniestra halaga,
de un
mastín muy corpulento,
blanco,
y las orejas rubias,
el
ancho y carnoso cuello.
Con el
condestable insigne,
apaciguador
del reino,
de los
pasados disturbios
acaso
está discurriendo.
O del
trato que dispone
con el
rey de Francia, preso,
o de
asuntos de Alemania,
agitada
por Lutero,
cuando
un tropel de caballos
oye
venir a lo lejos
y ante
el alcázar pararse,
quedando
todo en silencio.
En la
antecámara suena
rumor
impensado luego;
ábrese
al fin la mampara
y
entra el de Borbón soberbio.
Con el
semblante de azufre
y con
los ojos de fuego,
bramando
de ira y de rabia
que
enfrena mal el respeto,
y con
balbuciente lengua
y con
mal borrado ceño,
acusa
al de Benavente,
un
desagravio pidiendo.
Del
español condestable
latió
con orgullo el pecho,
ufano
de la entereza
de su
esclarecido deudo.
Y,
aunque advertido, procura
disimular
cual discreto,
a su
noble rostro asoman
la
aprobación y el contento.
El
emperador un punto
quedó
indeciso y suspenso,
sin
saber qué responderle
al
francés, de enojo ciego.
Y
aunque en su interior se goza
con el
proceder violento
del
conde de Benavente,
de
altas esperanzas lleno
por
tener tales vasallos,
de
noble lealtad modelos,
y con
los que el ancho mundo
será a
sus glorias estrecho.
Mucho
al de Borbón le debe
y es
fuerza satisfacerlo;
le
ofrece para calmarlo
un
desagravio completo.
Y
llamando a un gentilhombre,
con el
semblante severo
manda
que el de Benavente
venga
a su presencia presto.
III
Sostenido
por sus pajes,
desciende
de su litera
el
conde de Benavente,
del
alcázar a la puerta.
Era un
viejo respetable,
cuerpo
enjuto, cara seca,
con
dos ojos como chispas,
cargados
de largas cejas.
Y con
semblante muy noble,
mas de
gravedad tan seria,
que
veneración de lejos
y
miedo causa de cerca.
Era su
traje unas calzas
de
púrpura de Valencia,
y de
recamado ante
un
coleto a la leonesa.
De
fino lienzo gallego
los
puños y la gorguera,
unos y
otra guarnecidos
con
randas barcelonesas.
Un
birretón de velludo
con un
cintillo de perlas,
y el
gabán de paño verde
con
alamares de seda.
Tan
solo de Calatrava
la
insignia española lleva,
que el
Toisón ha despreciado
por
ser Orden extranjera.
Con
paso tardo, aunque firme,
sube
por las escaleras,
y al
verle, las alabardas
un
golpe dan en la tierra.
Golpe
de honor y de aviso
de que
en el alcázar entra
un
grande, a quien se le debe
todo
honor y reverencia.
Al
llegar a la antesala,
los
pajes que están en ella
con
respeto le saludan,
abriendo
las anchas puertas.
Con
grave paso entra el conde,
sin
que otro aviso preceda,
salones
atravesando
hasta
la cámara regia.
Pensativo
está el monarca,
discurriendo
cómo pueda
componer
aquel disturbio,
sin
hacer a nadie ofensa.
Mucho
al de Borbón le debe,
aún
mucho más de él espera,
y al
de Benavente mucho
considerar
le interesa.
Dilación
no admite el caso,
no hay
quien dar consejo pueda,
y
Villalar y Pavía
a un
tiempo se le recuerdan.
En el
sillón asentado,
y el
codo sobre la mesa,
al
personaje recibe,
que,
comedido, se acerca.
Grave
el conde lo saluda
con
una rodilla en tierra,
mas
como grande del reino
sin
descubrir la cabeza.
El
emperador, benigno,
que
alce del suelo le ordena,
y la
plática difícil
con
sagacidad empieza.
Y
entre severo y afable,
al
cabo le manifiesta
que es
el que a Borbón aloje
voluntad
suya resuelta.
Con
respeto muy profundo,
pero
con la voz entera,
respóndele
Benavente
destocando
la cabeza:
«Soy,
señor, vuestro vasallo;
vos
sois mi rey en la tierra,
a vos
ordenar os cumple
de mi
vida y de mi hacienda.
»Vuestro
soy, vuestra mi casa,
de mí
disponed y de ella,
pero
no toquéis mi honra
y
respetad mi conciencia.
»Mi
casa Borbón ocupe,
puesto
que es voluntad vuestra;
contamine
sus paredes,
sus
blasones envilezca,
»que a
mí me sobra en Toledo
donde
vivir, sin que tenga
que
rozarme con traidores,
cuyo
solo aliento infesta;
»y en
cuanto él deje mi casa,
antes
de tornar yo a ella,
purificaré
con fuego
sus
paredes y sus puertas.»
Dijo
el conde, la real mano
besó,
cubrió su cabeza
y
retirose, bajando
a do
estaba su litera.
Y a
casa de un su pariente
mandó
que le condujeran,
abandonando
la suya
con
cuanto dentro se encierra.
Quedó
absorto Carlos quinto
de ver
tan noble firmeza,
estimando
la de España
más
que la imperial diadema.
IV
Muy
pocos días el duque
hizo
mansión en Toledo,
del
noble conde ocupando
los
honrados aposentos.
Y la
noche en que el palacio
dejó
vacío, partiendo
con su
séquito y sus pajes
orgulloso
y satisfecho,
turbó
la apacible luna
un
vapor blanco y espeso,
que de
las altas techumbres
se iba
elevando y creciendo.
A poco
rato tornose
en
humo confuso y denso,
que en
nubarrones obscuros
ofuscaba
el claro cielo;
después,
en ardientes chispas,
y en
un resplandor horrendo
que
iluminaba los valles,
dando
en el Tajo reflejos,
y al
fin su furor mostrando
en
embravecido incendio,
que devoraba
altas torres
y
derrumbaba altos techos.
Resonaron
las campanas,
conmoviose
todo el pueblo,
de
Benavente el palacio
presa
de las llamas viendo.
El
emperador, confuso,
corre
a procurar remedio,
en
atajar tanto daño
mostrando
tenaz empeño.
En
vano todo; tragose
tantas
riquezas el fuego,
a la
lealtad castellana
levantando
un monumento.
Aún
hoy unos viejos muros
del
humo y las llamas negros,
recuerdan
acción tan grande
en la
famosa Toledo.
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