Ya lo he dicho otras veces; es de las pocas cosas
buenas que tiene el poniente por estas tierras, unos atardeceres increíbles.
Sentarse en una roca refugiado del viento y contemplar cómo las nubes se van
tiñendo de colores hasta llegar a la apoteosis y cómo después, poco a poco van
volviendo al gris para fundirse en el cielo nocturno, es siempre un espectáculo
único, irrepetible porque nunca hay dos iguales; un espectáculo capaz de
conducirte en singular movimiento de allá arriba a lo hondo de ti mismo. Y
siempre en silencio, solo o en buena compañía, pero en silencio.
Este cielo es de Porxinos, una tarde ventosa de
enero.
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