Iba esta tarde en el coche, cuando de repente el
individuo que hablaba por la radio se ha declarado sin recato alguno “pet
lover”; sí, ha dicho “yo soy un pet lover”. Me he quedado espantado. Lo primero
que he pensado desde mi rudimentario inglés, porque he supuesto que era inglés, es que el señor en cuestión era un
amante de los pedos, o algo así. Claro que enseguida me he dado cuenta que es
eso no podía ser, pues aún resultándole agradables los suyos propios, si ese
era el caso, de ahí a ser un amante de ellos hay un buen trecho. Y además, me parecía que "pet" en inglés no significa pedo, aunque sí en valenciano.
En cuanto he llegado a casa le he preguntado a
Isabel, que sí sabe inglés, qué es eso de “pet lover” y enseguida me lo ha
aclarado. Resulta que el susodicho y modernísimo señor es un amante de su
mascota, o dicho de otro modo, que tiene un bicho en casa y lo cuida.
¡Vaya por Dios! Ahora resulta que quien tenga un
perro, un gato, un canario, un conejo, un sapo, una rana, una culebra en casa y
no se lo coma, sino que lo cuide y lo “ame”, o sea lo convierta en su mascota,
es un “pet lover”.
Pues mira, yo que tenía pensado adoptar pronto una mona de
Gibraltar, ya no lo voy a hacer, con tal de no ser un “pet lover” de esos. ¡Ay
Señor! otra vez me veo obligado a decir, se tiene que ser imbécil.
Me molestan, me agobian y me irritan las malditas
etiquetitas en inglés que surgen a diestro y siniestro para rebautizar
realidades que ya tienen su nombre en castellano; nombres estos con profundas y
antiguas raíces y frondosa copa cargada de frutos.
De verdad, se tiene que ser imbécil. Se tiene que ser
ridículo. Se tiene que ser necio para andar por ese camino que diluye la propia
identidad, empobrece la magnífica cultura heredada de tantos siglos de historia
y ensucia una de las lenguas más fértiles y hermosas que ha habido nunca sobre
la faz de la tierra.
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