En una
reciente velada de estas en las que se habla de un modo más o menos informal de
muchos y variados temas, salió la cuestión de la religión. Cuando esto sucede
es frecuente formular la pregunta del millón, sobre todo si entre los
presentes hay alguien que se declara creyente.
¿Y
cuál es esta pregunta? La del mal en el mundo. La del por qué el sufrimiento,
el dolor y la muerte. Y casi siempre se formula igual. Si Dios es todopoderoso
y padre bondadoso, por qué lo consiente. ¿Por qué si puede y nos ama no lo impide? ¿O es que
en realidad no nos ama? ¿O es que lo que pasa es que no puede porque no existe?
¿Será todo un camelo montando por nosotros mismos, desde tiempos inmemoriales,
para protegernos del dolor y del vértigo de la nada?
La
pregunta se lanza al aire, medio en broma, medio en serio. Y estoy convencido de
que, muchas veces, hay quien, allá en el fondo de su ser espera,
aunque lo disimule, una respuesta, un rayito de luz, porque quien más y quien
menos ha pasado ya trances amargos, y porque todos sabemos que, más tarde o más
temprano, tendremos que bregar, de una u otra forma, con el mal en nuestra vida.
Mil veces me hago yo también la misma pregunta. Me
viene entonces a la cabeza el salmo 22. "El Señor es mi pastor, nada me falta…" Y
cuando llego al versículo que dice “aunque camine por cañadas oscuras nada
temo”, lo saboreo con el deseo intenso de creérmelo de verdad. Y le pido a Dios
que aumente mi poca fe.
No, yo
tampoco entiendo el porqué del mal en el mundo. No lo entiendo, y no trato de
entenderlo. Dice el salmo 130:
“No
pretendo grandezas que superan mi capacidad sino que acallo y modero mis deseos
como un niño en brazos de su madre”.
Porque
entender la razón de ser de tanto dolor, tanto sufrimiento, de la misma muerte,
supera mi capacidad. Acallo y modero mi deseo, mi necesidad de entender, a
veces hiriente y acuciante.
Pero
desde la humildad de no entender por lo limitado de mi razón, busco respuesta. Y
la encuentro sólo en Jesús. Sí. Un hombre que nació y murió en Galilea. Un
hombre valiente, libre, honrado hasta la muerte. Un hombre que nos enseñó el
único camino que conozco para ser plenamente feliz en esta vida. Un hombre que
se enfrentó al mundo y perdió, y que despreciado por casi todos, entró en la
muerte sintiéndose abandonado incluso por su propio, por su querido Padre, por su
“papá” como Él le llamaba. Un hombre que, al fin venció a la muerte, y con ella
al dolor y el sufrimiento.
Cierto
que esto último no es racional. Pero es lo que da sentido a la respuesta que
busco. Una respuesta que no es cuestión sólo de entendimiento sino, sobre todo,
de acciones y actitudes. Luchar con todas tus fuerzas contra el dolor, el
sufrimiento, contra la misma muerte, con todas las armas a tu alcance. Eso se
hace desde el amor y por amor. Confiar, como un niño en brazos de su madre,
en que hay alguien que nos ama, y que nuestro destino es la Vida, la felicidad
para siempre. Eso es fe. Y esperar en que, más allá de la cruz, está el sepulcro
vacío. Eso es esperanza.
Y ésta
es la respuesta que encuentro. Esta es la respuesta que, trascendiendo al entendimiento y la razón, da sentido, no sólo al dolor, sino a la vida misma, aunque, a veces, parezca desvanecerse. Quizá porque es demasiado hermosa para ser verdad.
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Dios lo creo todo tambien ati yami y todos para impedir ese mal co nuestro amor yla ayuda de Dios el causante del mal podria poco
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