¡Ay
que bonita era mi calle! Bueno, la calle donde vivo, que no es mía, claro. Era
una calle tranquila, con casas de pueblo y muy poco tráfico. En
ella jugaban los niños, y se sentaban los vecinos a la fresca en el verano, y al
solecito tibio en el invierno. Había mucho sitio para aparcar y los pocos
coches que pasaban iban despacio… ¡Ay, qué tiempos!
Cierto
que la cruzaba un tren, un tren de los de verdad, no un metro. El ruido que
hacía era música para mí, y a veces un silbido repentino y largo nos indicaba
que había algún despistado cerca de la vía. He de decir que me gustan mucho los
trenes, y quizá por eso no me molestaba para nada que pasara a pocos metros de
mi casa. A veces, un mercancías, o incluso alguna vez un tren militar, eran
para mí un grato espectáculo.
Pero
llegó el progreso. Quitaron el tren y abrieron la calle que se convirtió en
paso obligado para muchos coches. Se llenó de vados. Construyeron algún que otro
edificio de muchas viviendas…
Ya no
salen a jugar los niños, ni los vecinos a tomar la fresca o el sol; muchos
coches pasan “lanzaos” y ya es difícil aparcar. ¡El progreso!
Cierto es que eso de que un tren cruzara la calle así, sin más, era algo, cuanto menos, peculiar. Pero ¿sabéis lo que pienso? Que yo prefiero una calle donde pueda
aparcar cuando llego a casa, con niños jugando y vecinos charlando, aunque la
cruce un tren, que la que tengo ahora.
Será
porque me gustan los trenes.
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