Este es el libro con el que he disfrutando, leyéndolo con mis alumnos, años y años y años... |
Después de tres meses sin llover, hoy una leve llovizna nos ha recordado que eso de la lluvia existe. El cielo gris, el olor a tierra húmeda, las calles mojadas… ¡Cuánto tiempo!
Por
eso he querido rendir homenaje a esta tarde compartiendo un breve fragmento del
libro de Miguel Delibes, El camino, en el que nos habla de lo que hacían los
tres chiquillos, Daniel, Roque y Germán, los días de lluvia. Para ellos, como
para mí, eran días de calma, de reposo, de charla apacible y pensamientos
compartidos. Cesaban sus travesuras, los retos que Roque les imponía, los
riesgos que a veces despertaban a Daniel por las noches. Por eso dice:
Desde
este punto de vista, suponían una paz inusitada los días de lluvia, que en el
valle eran frecuentes, por más que según los disconformes todo andaba patas
arriba desde hacía unos años y hasta los pastos se perdían ahora —lo que no
había acaecido nunca— por falta de agua. Daniel, el Mochuelo, ignoraba cuánto
podía llover antes en el valle; lo que sí aseguraba es que ahora llovía mucho;
puestos a precisar, tres días de cada cinco, lo que no estaba mal.
Si
llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas
asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los
prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El
jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con
sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más
lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las
nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes
solitarios en un revuelto y caótico océano gris.
…
Para
los tres amigos, los días de lluvia encerraban un encanto preciso y peculiar.
Era el momento de los proyectos, de los recuerdos y de las recapacitaciones. No
creaban, rumiaban; no accionaban, asimilaban. La charla, a media voz, en el
pajar del Mochuelo, tenía la virtud de evocar, en éste, los dulces días
invernales, junto al hogar, cuando su padre le contaba la historia del profeta Daniel
o su madre se reía porque él pensaba que las vacas lecheras tenían que llevar
cántaras.
En
fin, aunque no ha llegado ni a un litro, algo ha caído. Con las ganas que tengo
de leer un buen libro, El Camino por ejemplo, una vez más, mientras oigo caer
la lluvia en el patio y pienso en la bendición que es para los campos, los
montes, los bosques…
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