Ni sombra de lo que fue. |
La
España vaciada, dicen ahora. Sí, la España vaciada, abandonada, quemada,
olvidada, convertida, en el mejor de los casos, en parque de atracciones para
el goce y disfrute de la gran mayoría que, desde su arrogancia urbanita y su
ignorancia, van a solazarse o a quemar adrenalina los fines de semana y en
vacaciones si no encuentran un destino mejor o más acorde al bolsillo.
Hoy he
podido irme a un rincón donde todo esto se ve muy claro. Y lo he hecho adrede,
sabiendo que en cientos y cientos de pueblos la gente salía a las doce a decir
que no se resignan, que quieren pelear por su tierra.
Y yo, a esa
hora, a las doce, estaba más solo que la una en un paraje antaño lleno de vida.
Y desde un alto, con los ojos de la imaginación, he podido ver lo que fue.
Masías
dispersas entre bancales cultivados, pinares limpios y pastos.
Caminos con sus muros de piedra y senderos centenarios. Todo atravesado por una
rambla que en tiempos de lluvias se convertía en un hermoso torrente. Y no muy
lejos, por un buen camino, el pueblo, centro de toda la vida que bullía a su
alrededor.
Hoy,
los caminos están intransitables; los senderos, que aún quedan, destrozados por
las bicis y los atajos; los bancales desmoronándose; la rambla con escombros y árboles
quemados por los incendios que, uno tras otro, han ido dejando la tierra
pobremente vestida de matorrales. De vez en cuando, aquí y allá, una mancha
verde sin futuro. Miles de pinos, que han crecido tras el último fuego se
amontonan, sin crecer ninguno, a la espera de que vuelvan a quemarlos. Y por
encima de todo un sol implacable. Ya todo seco otra vez.
Silencio
triste, abandono injusto, soledad agobiante. Y el pueblo próximo muriéndose
poco a poco, porque lo han desangrado.
El
llamado progreso se llevó a la gente a las ciudades. La tierra se fue
abandonando. Quedaron menos. Y encima se llevaron a los niños desde los doce
añitos al pueblo grande o la ciudad. Y el médico iba un par de veces o menos al
consultorio. Y si te pasaba algo, por esa carretera igual no llegabas al hospital
a tiempo… Y se siguió yendo gente, un goteo imparable.
Pero
entonces surgió una esperanza, pronto truncada. La gente de las ciudades volvió
la mirada al pueblo, pero no vieron un pueblo. Volvió la mirada a la
naturaleza, pero no vio naturaleza. Tan solo vieron un enorme parque de
atracciones o un estadio deportivo, y unos señores que les prestaban los servicios necesarios para sus aventuras y su holganza.
¡La
España vaciada! Todo mi respeto y mi adhesión a los que siguen peleando por
llenarla de nuevo, por devolverle la vida que se le va por una herida que, teniendo cura, no creo que haya nadie que vaya a curarla, nadie de los que
tendría poder para hacerlo. Ellos se deben al “progreso” y a los votos. Y votos, allí, no hay casi.
En
nombre del progreso se han vaciado tantos y tantos rincones de España… ¡Qué
palabra! Progreso, ¿qué significa realmente? Para Daniel el Mochuelo, una gran
desgracia.
Sí,
con los pensamientos de Daniel, el Mochuelo, sobre el progreso, quiero acabar
esta entrada. Están en el último y conmovedor capítulo del libro El Camino, de
Miguel Delibes.
A
Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía
la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de
aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El
progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los
trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los
maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente
del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y
el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación
pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje
donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido
reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las
pecas de la Uca—uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres
domésticos; y la entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y
tantas otras cosas del valle. Sin embargo, todo había de dejarlo por el
progreso.
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