FRASES PARA PENSAR.

SE DARÁ TIEMPO AL TIEMPO,
QUE SUELE DAR DULCE SALIDA A MUCHAS AMARGAS DIFICULTADES.

Cervantes en el Quijote.

viernes, 4 de octubre de 2019

La España vaciada. ¡Y tanto!

Ni sombra de lo que fue.

La España vaciada, dicen ahora. Sí, la España vaciada, abandonada, quemada, olvidada, convertida, en el mejor de los casos, en parque de atracciones para el goce y disfrute de la gran mayoría que, desde su arrogancia urbanita y su ignorancia, van a solazarse o a quemar adrenalina los fines de semana y en vacaciones si no encuentran un destino mejor o más acorde al bolsillo.
Hoy he podido irme a un rincón donde todo esto se ve muy claro. Y lo he hecho adrede, sabiendo que en cientos y cientos de pueblos la gente salía a las doce a decir que no se resignan, que quieren pelear por su tierra.
Y yo, a esa hora, a las doce, estaba más solo que la una en un paraje antaño lleno de vida. Y desde un alto, con los ojos de la imaginación, he podido ver lo que fue.
Masías dispersas entre bancales cultivados, pinares limpios y pastos. Caminos con sus muros de piedra y senderos centenarios. Todo atravesado por una rambla que en tiempos de lluvias se convertía en un hermoso torrente. Y no muy lejos, por un buen camino, el pueblo, centro de toda la vida que bullía a su alrededor.
Hoy, los caminos están intransitables; los senderos, que aún quedan, destrozados por las bicis y los atajos; los bancales desmoronándose; la rambla con escombros y árboles quemados por los incendios que, uno tras otro, han ido dejando la tierra pobremente vestida de matorrales. De vez en cuando, aquí y allá, una mancha verde sin futuro. Miles de pinos, que han crecido tras el último fuego se amontonan, sin crecer ninguno, a la espera de que vuelvan a quemarlos. Y por encima de todo un sol implacable. Ya todo seco otra vez.
Silencio triste, abandono injusto, soledad agobiante. Y el pueblo próximo muriéndose poco a poco, porque lo han desangrado.
El llamado progreso se llevó a la gente a las ciudades. La tierra se fue abandonando. Quedaron menos. Y encima se llevaron a los niños desde los doce añitos al pueblo grande o la ciudad. Y el médico iba un par de veces o menos al consultorio. Y si te pasaba algo, por esa carretera igual no llegabas al hospital a tiempo… Y se siguió yendo gente, un goteo imparable.
Pero entonces surgió una esperanza, pronto truncada. La gente de las ciudades volvió la mirada al pueblo, pero no vieron un pueblo. Volvió la mirada a la naturaleza, pero no vio naturaleza. Tan solo vieron un enorme parque de atracciones o un estadio deportivo, y unos señores que les prestaban los servicios necesarios para sus aventuras y su holganza.
¡La España vaciada! Todo mi respeto y mi adhesión a los que siguen peleando por llenarla de nuevo, por devolverle la vida que se le va por una herida que, teniendo cura, no creo que haya nadie que vaya a curarla, nadie de los que tendría poder para hacerlo. Ellos se deben al “progreso” y a los votos. Y votos, allí, no hay casi.
En nombre del progreso se han vaciado tantos y tantos rincones de España… ¡Qué palabra! Progreso, ¿qué significa realmente? Para Daniel el Mochuelo, una gran desgracia.
Sí, con los pensamientos de Daniel, el Mochuelo, sobre el progreso, quiero acabar esta entrada. Están en el último y conmovedor capítulo del libro El Camino, de Miguel Delibes.

A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas de la Uca—uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle. Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso.

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