Decía
Unamuno que los hombres tienen la costumbre de gritar para no escucharse unos a
otros. Y creo que tiene razón. Hablamos
demasiadas veces muy alto, a gritos incluso. Es muy nuestro, muy español,
dicen.
¿Será ese el motivo, que queremos más ser escuchados que escuchar? No lo sé, pero en
cualquier caso a mí me resulta cada vez más desagradable soportar el griterío
ajeno. Cada vez me molesta más la gente que habla alto sin necesidad alguna. Y
sobre todo en bares y restaurantes.
A
algunos hemos dejado de ir porque el griterío es ensordecedor, lo que te fuerza
a hablar también muy alto, y a hacer considerables esfuerzos para poder escuchar
a los que tienes sentados en tu propia mesa.
Pero
es peor cuando tienes la suerte de estar en un local donde el personal habla de
un modo moderado, y entra de repente un grupo de esos que habla de tal manera
que fuerza a todos a hablar alto para podernos escuchar, montándose entonces un
guirigay desagradable donde antes había un plácido y acogedor ambiente. El
contraste es brutal.
Desearía
en esos momentos que el dueño del negocio, que tiene por cierto reservado el
derecho de admisión, tuviera de verdad la autoridad suficiente como para
decirles a esos señores que fueran tan amables de bajar la voz o de irse a otra
parte a llenar sus panzas.
Pero
tal cosa nunca ocurre, y menos ahora porque, aparte de perder clientes, se
podría enfrentar a una denuncia por discriminación, vete tú a saber por qué.
Seguro que encontrarían algún motivo. Y seguro que el pleito los ganaban los
“maleducaos”.
Y así,
una vez más, la gente que no molesta, se jode y baila, con perdón de la
expresión, indefensa ante los que sí molestan, ante la avasalladora fuerza de
la mala educación y de los derechos de los que arrasan en nombre de su libertad
los derechos de los otros.
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