Siento
una simpatía natural por la gente que fracasa, de igual modo que me dan un
cierto repelús los triunfadores. Y ha sido siempre así, desde que guardo
memoria. Aún recuerdo, entre las brumas de la infancia, que el primero, y uno de los pocos tortazos que he dado en mi
vida, fue a un amigo, por burlarse de un “fracasado”. Aún no tenía diez años.
Luego,
la vida ha ido acentuado más y más esta predilección por las personas que salen
por la puerta de atrás, por las que no reciben aplausos, por las que “no
brillan en todo su esplendor”…Y mucho más, si nada han hecho para merecerlo, al
contrario, si han hecho todo lo que ha estado en sus manos para que todo
saliera bien, y ha salido mal.
Por
eso, cuando este pasado 12 de octubre vi al paracaidista, Luis Fernando Pozo,
colgado con la bandera nacional en la farola, delante del mundo entero, sabiéndose
objeto de mofa y escarnio de unos, y de compasión de otros, sentí por él una
intensa corriente de solidaridad y un gran respeto.
Sé muy
bien que el saludo y los ánimos del Rey, del Presidente del Gobierno, de sus
superiores en el ejército, no serían más que unas gotas de agua en el fuego de
su rabia y de su pesadumbre. ¿Por qué? Se preguntaría una y mil veces. Pregunta
sin respuesta.
Es la
pregunta que nos hacemos cuando habiendo hecho todo lo que estaba en nuestras
manos para que algo nos salga bien, nos sale mal. ¿Por qué? Después de tantos
saltos, y justamente ese…Ese maldito golpe de viento… ¿Por qué? No hay
respuesta.
Sólo
cabe levantarse de nuevo y seguir caminando. Es la única manera que conozco de
vencer al fracaso. La única manera de seguir vivo después del golpe.
¡Ánimo
y adelante, Luis Fernando!
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