Sucedió
este pasado verano. Comíamos en una agradable terracita, junto a un río, cuando
Isabel nos dijo que estaba poniéndose de los nervios. Nos explicó el motivo que
discretamente seguimos desde ese momento.
A la
mesa contigua a la nuestra habían llegado varios adultos y un niño de unos
cuatro o cinco años. Cuando se fueron sentando ocurrió algo asombroso. El niño
dijo a uno de los adultos, tú ahí no, y el individuo, dócilmente se levantó y
se sentó donde el niño le dijo. Y así todos. El niño en cuestión había decidido
qué lugar ocupaba cada uno en la mesa, y todos habían obedecido sin rechistar.
Llegó
el momento de pedir la comida y el niño
quería sopita. No había sopita. Entonces montó en cólera y cogió un soberano
berrinche porque él quería sopita. Y los adultos trataban de consolarlo con
dulces palabras y muestras de afecto. ¡Pobrecito, no tenía sopita!
A
partir de ahí tratamos de desconectarnos del todo del espectáculo pues nos
resultaba bochornoso y patético. Y lo conseguimos bastante, aunque las ganas de
levantarnos y decirles a estos señores, ustedes son unos gilipollas, están
fabricando un monstruo, un pobre engendro que va a ser un “desgraciao”, ya lo
es, y va a hacer desgraciados a los que se crucen con él en la vida. Y luego
decirle al niño, o te callas o te arreo un sopapo. Y arreárselo si no se calla
por no tener sopita.
Ya sé
que esto último no es políticamente correcto. No sé si es pedagógico, pero las
ganas, fuera de otras consideraciones, eran las que eran. ¡Y para qué me voy a
callar! Creo que algunos callamos demasiadas veces y otros no callan nunca.
La
buena comida, la belleza del entorno, la satisfacción por la excursión
realizada y la perspectiva de una buena siesta, convirtieron este lamentable
espectáculo en una historia para olvidar, o mejor, para contar en el blog. Por
si sirve de algo.
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