Hubiera
cumplido 99 años hoy Miguel Delibes, uno de los escritores más grandes del
siglo XX, y mira que tuvimos grandes escritores el siglo pasado. Como homenaje
a él escribo estas líneas.
Me
encanta como escribe. He leído todas sus novelas y todas me han gustado, me han
gustado mucho. He disfrutado leyéndolas. Y digo disfrutado porque he podido
vivir con don Miguel esas otras vidas que te regala la literatura cuando te
pones en sus manos.
Pero
de todas ellas, hoy quiero hacer mención de tres. El hereje me engancho de tal
manera que quería seguir leyendo y a la vez no, porque si leía mucho se
acabaría antes, y no quería que eso ocurriera. Mujer de rojo sobre fondo gris
me conmovió hasta el llanto, y no lo oculto. También los hombres lloramos,
¡faltaba más! Y El camino, mi novela, la novela de mi alma.
La
habré leído más de cincuenta veces, en muchas ocasiones con mis alumnos, y
puedo decir que la experiencia de leer una novela como esas en clase, entre
todos, cuando aún se podía hacer estas cosas en el aula, es de la más hondas y
entrañables que he vivido en toda mi vida profesional, que ya se acaba.
Daniel
el Mochuelo, Roque, el Moñigo y Germán, el Tiñoso son para mí y para muchos de
mis exalumnos, tan reales como si fueran de carne y hueso, como si hubiéramos
vivido con ellos en su pueblo, cuando éramos jóvenes.
Aún
recuerdo cada curso, cuando leíamos el último capítulo, el silencio
impresionante que había en la clase, las caritas que ponían, de las que ellos no
eran conscientes, pero que yo veía. Y me conmovía. Y les leía muy despacio los
últimos párrafos.
Se
acababa el libro. Era como una despedida, como si fuéramos nosotros los que nos
quedábamos en la estación, viendo marcharse en el tren a Daniel, a la ciudad, a
progresar. ¡Qué haríamos en el pueblo sin el amigo!
Mucho
le debo a Miguel Delibes, como persona y como profesor. De su mano he podido
navegar con mis alumnos, codo con codo, en maravillosas singladuras, año tras
año. Singladuras inolvidables.
Por eso, quiero
acabar esta entrada compartiendo los últimos párrafos de la novela con la que tanto he gozado, con la que tanto han gozado, con la que tanto hemos gozado. Magistrales, preciosos, conmovedores.
Daniel,
el Mochuelo, recordaba con nostalgia su última noche en el valle. Dio media
vuelta en la cama y de nuevo atisbó la cresta del Pico Rando iluminada por los
primeros rayos del Sol. Se le estremecieron las aletillas de la nariz al
percibir una vaharada intensa a hierba húmeda y a boñiga. De repente, se
sobresaltó. Aún no se sentía movimiento en el valle y, sin embargo, acababa de
oír una voz humana. Escuchó. La voz le llegó de nuevo, intencionadamente
amortiguada:
—¡Mochuelo!
Se
arrojó de la cama, exaltado, y se asomó a la carretera. Allí abajo, sobre el
asfalto, con una cantarilla vacía en la mano, estaba la Uca—uca. Le brillaban
los ojos de una manera extraña.
—Mochuelo,
¿sabes? Voy a La Cullera a por la leche.No te podré decir adiós en la estación.
Daniel,
el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy
íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra
de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.
—Adiós,
Uca—uca —dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémolos inusitados.
—Mochuelo,
¿te acordarás de mí?
Daniel
apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba
mucha vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportunidad.
—Uca—uca...
—dijo, al fin—. No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes? ¡No
quiero que te las quite!
Y se
retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería
que la Uca—uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación
muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había
marcado. Y lloró, al fin.
Gracias, don Miguel.
Y qué me dices de D. José, que era un gran santo?
ResponderEliminar