102 días sin llover.
Era
por la mañana. Iban al “cole” aguantando el viento racheado y desagradable que
ya nos viene acompañando demasiado tiempo.
Me
crucé con ellos. Delante andaba un mozo de unos catorce o quince años bien
“plantao”, guapete él, resultón, flanqueado por dos mozuelas de una edad
semejante, guapetonas ellas también, que pugnaban por subirle el cuello de la
cazadora para protegerlo del viento. Les preocupaba mucho la salud de su
garganta.
Una
decía, "te tendremos que comprar otro cuello más alto", y la otra, "no, te compraremos una
bufanda". Él sonriente, se dejaba hacer, y avanzaba resuelto, custodiado a
derecha e izquierda por sus dos adoratrices.
A corta distancia caminaba otro chaval, menos agraciado, más feuchillo y
escuchimizadín, zarandeado por el viento, y con una cara de mala leche que
tiraba “patrás”. Su garganta no preocupaba a nadie, más que a él mismo.
Me
dije, es la vida. Implacable. Y lo único que podemos hacer, es tratar de ser
felices con las cartas que nos han sido dadas. No hay más.
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