Hoy,
2 de febrero, hace exactamente tres meses que llovió en Ribarroja, en nuestra
comarca, en muchas comarcas valencianas. Aquí, en el pueblo, en el pluviómetro de mi casa, cayeron 75 litros.
Fue una buena tormenta. Y hasta hoy. Tres meses sin llover, aunque para ser
exactos, en enero recogimos 0,9 litros una noche y 0,10 una mañana. Un litro en
tres meses. Y las previsiones no anuncian agua, al menos a medio plazo. Hasta el
15 de febrero nada de nada. Luego, ni se sabe.
Añadamos
a esto los vientos secos que nos visitan con demasiada frecuencia, y las temperaturas
altísimas para la época.
El
monte, el campo, vive una extraña primavera en pleno invierno. Los almendros
están en flor mucho antes de lo debido, los espárragos se han adelantado meses,
las aliagas ya hace tiempo que pintaron de amarillo las laderas soleadas, y las
flores protegidas en lugares umbríos dan ya su nota de color.
Pero todo está terriblemente seco, polvoriento, las fuentes y charcas se agostan, y
plagas como la procesionaria y el tomicus, amparadas por estas desastrosas
condiciones, se extienden por doquier, dejando el monte cada vez más triste,
más “roto”, más “sucio” y haciéndolo incluso peligroso de transitar.
Y
estamos a 2 de febrero. ¿Os imagináis, si seguimos así, una primavera que
entrará ya acabada? ¿Os imagináis después, un verano como los de aquí, largo,
duro, despiadado?
Sé
que gran parte de la población es urbanita y, o no salen al monte, o si salen
lo hacen como si fueran a un estadio a donde van a batir sus propias marcas, a
competir con otros, o a quemar adrenalina. Urbanitas a fin de cuentas. El monte
en sí les importa un bledo. No a todos, lo sé, pero sí a muchos. Y ¡ojo! No
critico, sólo expongo.
Sé
que somos minoría “aplastada” los que queremos a nuestro entorno natural por sí
mismo. Los que buscamos perdernos en senderos; trepar por paredes; gozar de las
cimas; escuchar el silencio o el viento en los pinos, a los pájaros; oler el romero y el
tomillo; o contemplar sin prisa las flores, las hojas en otoño, o el vuelo pausado de los buitres y las águilas.
Sé
que somos pocos los que salimos temprano a disfrutar del amanecer en el campo,
o esperamos a la noche, acurrucados junto a un pino, o en lo alto de una peña
para, dejando a la vista perderse en las últimas luces del día, saludar a las
estrellas. O intentamos cada mes, gozar del espectáculo de la luna llena saliendo por el mar mientras el sol se oculta por poniente.
Sí,
sé que somos pocos. Ni mejores ni peores. Pocos. Porque si fuéramos muchos, si
mucha gente sintiera la preocupación que yo siento, algo pasaría. Si a mucha
gente le importara de verdad la naturaleza en la que vivimos como me importa a
mí, se notaría.
Nuestra
“casa común” nos necesita. Vuelvo a pedir que la “consellería” actúe, se
implique, diga públicamente que es consciente de lo que está pasando y qué va a
hacer. Ya he dicho muchas veces en este blog, que deberían crear un gabinete de
crisis que siguiera día a día lo que está sucediendo, silenciosa pero
implacablemente, en nuestro medio ambiente, y gestionara una respuesta integral
y eficaz.
¡Y
que no me digan que esto es normal en este clima! Ya lo sé. Es normal, pero no
es bueno, lo normal no tiene por qué ser bueno. Además, a esa nefasta normalidad,
hemos de añadir nuestra intervención no siempre acertada y respetuosa. O
nuestra no intervención, que suele ser peor.
En
fin. Lo dicho. Somos pocos. Y mi voz es insignificante. Un litro en tres meses,
y sigue, y vamos cara al verano…
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