Nací
en una dictadura y viví veinte años en ella. Disfruté y me ilusioné otros
veinte largos en una democracia tan joven como cierta. Y siempre tuve claro
que esa democracia era vulnerable, muy vulnerable, sobre todo porque era
ingenua, confiada en la lealtad de todos y en la capacidad de asumir y superar
la historia, también de todos.
Y
llevo ya otros veinte años viendo como poco a poco, discreta pero eficazmente,
poderosas fuerzas cada vez menos ocultas, están diluyendo esa democracia.
Hoy sé
que ya no vivo en una democracia real, que vivo en una tan sólo formal,
aparente. Veo cómo se consolida una dictadura al frente de la cual no sabemos
muy bien quién está, porque los que parecen estar no son más que títeres
bailando una danza embaucadora, narcótica, siniestra, al son que les marca un poder
superior, al que llaman progreso, que nadie sabe muy bien ni qué es, ni quién
es.
Quien
haya leído hasta aquí podrá preguntarse en qué me baso para hacer semejantes
afirmaciones. En hechos, en hechos concretos. Y hay muchos, aunque sólo voy a
enumerar unos pocos.
La honda
degradación de la vida política que ha transgredido todos los límites de la
ética más elemental hasta llegar a bendecir el permanente acoso al estado de
derecho de una minoría, lo que debilita la democracia convirtiéndola en una
caricatura.
La
creación de una cultura oficial que se impone desde los medios de comunicación,
las escuelas, los institutos y la universidad, excluyendo e incluso
persiguiendo cualquier elemento cultural que no encaje en sus esquemas.
La
permanente búsqueda de una uniformidad de pensamiento, despreciando, ignorando
y persiguiendo cualquier forma de pluralismo o pensamiento divergente. Hay que
pensar y hablar como dicen que hay que pensar y hablar los gurús del régimen.
La
politización a veces explícita, a veces implícita, del sistema educativo para
manipular a los niños y jóvenes convirtiéndolos en adeptos acríticos a la
ideología oficial del nuevo sistema político y social.
La
permanente agresión al lenguaje (que es pensamiento) ignorando las fundadas
advertencias de la RAE y anteponiendo criterios ideológicos a los lingüísticos,
forzando de modo inaceptable a observar un lenguaje que llaman inclusivo.
La
sacralización de ideas convirtiéndolas en dogmas que deben ser tenidos por
verdad absoluta más allá de cualquier consideración. Y la prueba de que son
dogmas es que, como todo dogma, son simples, breves e irrefutables, resistentes
a cualquier reflexión o análisis mínimamente serio.
La
falta de independencia de los medios de comunicación vendidos, unos más que
otros, pero todos, a la autoridad de esta nueva dictadura. La de la corrección
política, la de la posturita mona, aunque no sea verdad.
Y aún
podría seguir, pero prefiero dejar en manos del espíritu crítico de quien lea
esto la búsqueda de nuevos indicios que avalen el triste y preocupante hecho de
estar ya en una nueva dictadura. Los hay por todas partes.
Es lo
que veo, y lo lamento. Y por cierto, no voy a volver a hablar de asuntos tan
desagradables hasta la octava de Navidad, por respeto a lo que algunos
celebramos en estas fiestas.
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