La
reciente noticia de la explosión de un edificio en Madrid, cuando aún no se han
recuperado del temporal, y en medio de la pandemia desbocada, con el telón de
fondo de ciertos políticos entregados de un modo obsceno a sus enfermizas
obsesiones, y de una sociedad cansada, triste, agobiada y angustiada, pinta
esta tarde un cuadro más negro que los más negros de Goya.
Son estos tiempos recios, como diría Teresa de Jesús, nuestra santa castellana, que a todos nos ponen a prueba y a que todos, de un modo u otro nos están cambiando. Sí, la tormenta arrecia. Por eso en noches como la de hoy, el hombre, al menos el creyente, puede, y yo diría debe, gritarle a Dios, preguntarle ¿por qué?, ¿hasta cuándo? Y hacerlo con rabia. Yo lo hago, y lo hago con las palabras de un salmo, el 76, que parecen escritas para este 20 de enero.
Alzo
mi voz a Dios gritando,
alzo
mi voz a Dios para que me oiga.
En mi
angustia te busco, Señor mío;
de
noche extiendo las manos sin descanso,
y mi
alma rehúsa el consuelo.
Cuando
me acuerdo de Dios, gimo,
y
meditando me siento desfallecer.
Sujetas
los párpados de mis ojos,
y la
agitación no me deja hablar.
Repaso
los días antiguos,
recuerdo
los años remotos;
de
noche lo pienso en mis adentros,
y
meditándolo me pregunto:
"¿Es
que el Señor nos rechaza para siempre
y ya
no volverá a favorecernos?
¿Se ha
agotado ya su misericordia,
se ha
terminado para siempre su promesa?
¿Es
que Dios se ha olvidado de su bondad,
o la cólera cierra sus entrañas?"
El salmo sigue, pero en su lugar quiero compartir también esta noche la única respuesta a mi grito que quiero creer, la única respuesta que me recuerda que sí hay luz, aunque esta noche me cueste verla.
¿Quién
podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? En todo
esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado.
Rm.
8,35-37.
Buenas
noches.
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