El
cierre total de la hostelería a partir de mañana no me ha pillado por sorpresa,
pero no por esperado me ha dolido menos. Me ha dolido por el agravamiento de la
angustiosa situación en la que está viviendo la gente que trabaja en ella. Y me
duele también por todo lo que eso significa para muchísimas personas, entre
ellas yo, y conmigo muchos de mis amigos, quizá todos. Estamos mal, y aún no
veo luz al final del túnel.
Y en
medio de esta oscuridad, es necesario reconocer también, junto a otros
reconocimientos, lo importante en nuestras vidas que han sido y son todas esas
personas que, desde bares y restaurantes, nos han acompañado a lo largo de los
años. Su trabajo no tiene precio, y me atrevo a decir que no se paga solo con
dinero. Porque con dinero pagamos la comida y el trabajo que ha costado
hacerla, pero no el buen rato que hemos pasado, no todo lo que alrededor del
comer y del beber hemos gozado. Si echo la vista atrás, veo cuántos momentos de
auténtica felicidad, de alegría de vivir, se han tejido a lo largo de mi vida, en bares y restaurantes.
Cuando
era niño, muy niño, me alegraba ir con mis padres a tomar un aperitivo al bar
Los Tanques, o Los Caracoles, en Valencia, cerca de donde mi abuelo tenía su
agencia de trasportes. O la fiesta que suponía ir algunos domingos de
restaurante, Los Viñales en el barrio del Carmen, o las Tres Cepas, en el
puerto.
A mi
abuelo Paco lo recuerdo feliz, invitándonos a la “paelleta” en La Garrofera, en
Náquera, casi hasta el final de sus días. Y tampoco puedo olvidar a mi madre
que, hasta el último día de su vida, ya en plena pandemia, nos hubiera invitado
a almorzar o a comer en cualquier sitio; todos le gustaban. Era una de sus
ilusiones a los 93 años, salir a almorzar o comer por ahí.
Y todos
los baretos del barrio donde vivía en Valencia, dignos finales de las
actividades y reuniones del Junior. O los inolvidables del Pirineo donde,
felices hasta la médula, trazábamos planes y festejábamos el haberlos concluido
con éxito, o nos consolábamos si no había sido así. De aquella queridísima
tierra, tan mía como esta, y tan lejana ahora, debo nombrar la fonda Barrabés,
en Benasque, y el restaurante el Fogaril, regentados por la familia Ciria. Y en
Viella, el bar Era Puma. Y en Hecho, el bar Subordán, el de Arturo... Sería
interminable la lista de esos lugares donde he sido feliz.
Como
felices hemos sido, en nuestros viajes
por España, a menudo en moto, o por Europa, descubriendo esos bares de pueblo
pequeño, esas tascas, esos restaurantes donde hemos comido, bebido, descansado,
en ambientes tan diferentes como agradables y acogedores. Nada que ver tenía
aquel pequeño bar de un pueblecito perdido en la serranía de Cuenca, con el
elegante restaurante de Salzburgo. Pero de ambos guardamos gratísimo recuerdo.
Y más
cerca de aquí, todos esos bares, normalmente regentados por familias, donde
parábamos en las rutas moteras, o almorzábamos o comíamos en las excursiones.
La Calderona, Espadán, Buñol, Requena, Venta Gaeta, Cofrentes, Chelva, Tuejar…
Y aquí
mismo, en la comarca, Benaguacil, La Eliana, Liria, Villamarchante, La Pobla, a
cuyos bares hemos ido tantas veces a cenar con los amigos, o Isabel y yo, mano
a mano, tras un "vamos a cenar por ahí".
En
Ribarroja también podría hacer una hermosa lista de recuerdos de ratos pasados
disfrutando de los amigos, alrededor de una mesa bien surtida de tapas y buena
cerveza. Pero de un modo especial quiero acordarme en estos momentos del bar
L´Institut que, enfrente de mi puesto de trabajo, ha sido deseable y esperado
lugar de reposo cotidiano durante muchísimos años.
Siento
en el alma lo que sucede. Sé que me entristecerá ver las persianas echadas. El
vacío donde tenía que estar la terraza. El silencio, donde debía oírse la
algarabía de la gente, a veces excesiva, pero que ahora echo tanto de menos. Y
pensar en los salones de los restaurantes, sin nadie, fríos, oscuros… Lo siento
en el alma.
Acabo
con la seguridad incómoda de haberme dejado mucho que decir, sobre todo de no
haber nombrado a más de uno de estos entrañables y queridos rincones del mundo cuya importancia y valor apreciamos ahora como quizá nunca pensamos que
podríamos llegar a hacerlo.
A
todos, a los que os he nombrado y a los que no, pero os recuerdo, os manifiesto
mi aprecio, mi reconocimiento, mi agradecimiento. Os deseo fuerza y ánimo para
aguantar el durísimo temporal. Y os advierto que, cuando la tormenta pase, cuando vuelva a salir el sol,
os necesitaremos donde siempre habéis estado, en el centro mismo de nuestra
forma de vivir. Porque sí, porque entonces lo
celebraremos, y ¡cómo no! lo celebraremos con vosotros.
Que grande eres Jesús, muchas gracias de todo corazón.
ResponderEliminarSolo puedo decirte que cada vez que lo leeo me saltan las lágrimas.
Para mi siempre serás mi gran amigo y me quedo con tu frase de " ya te pagará Isabel " .
Gracias, gracias y gracias ����
Porque hasta ayer os llevasteis la comida para llevar y se que fue un gesto de admirar solo por ayudarme .
Gracias a vosotros. De verdad lo digo. Los gratísimos almuerzos, las comidas cuando no teníamos tiempo de ir a a casa a comer, el cholec con un donut por las tardes entre entrevista y entrevista... Años y años. Buena atención y buena comida, un rato de descanso y tertulia con los compañeros, de desahogo. Soy yo, somos nosotros los que os tenemos que estar siempre agradecidos. Gracias. Y no perdamos la esperanza nunca. Pasará la tormenta. Abrazos a la familia. ¡Qué ganas de poder hacerlo de verdad!
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