Fuimos
Isabel y yo a cenar a un restaurante, después de muchos meses sin poder
hacerlo, de esos de mantel y servilleta de tela. Terracita agradable y
acogedora; buena mesa y buena atención. Ciertamente, la ocasión bien lo
merecía.
Mas he
ahí que dos jóvenes, que no se alejarían mucho de los veinte, iban a
amenizarnos la cena con una demostración apabullante de su saber estar…, en las
pocilgas ¡Impresionante!
Para
empezar, el volumen de su escasa conversación, en clave tío-nano, era
desmesuradamente alto. Éramos cuatro mesas y sólo se les oía a ellos. Y entre
los tíos y los nanos, cuya machacona repetición asemejaba un nutrido y denso
tiroteo, desmesuradas risotadas elevaban aún más los decibelios.
Pero
esto no era todo. Un fondo sonoro de moco nasofaríngeo abundante e hirviente,
era el medio en el que navegaban sus palabras presididas, como ya he dicho, por
los nanos y los tíos. De verdad que no sé cómo se puede tener semejante
cantidad de mucosidades en las vías respiratorias y no ir corriendo a un médico.
El
espectáculo no tenía desperdicio, pero aún nos faltaba llegar al momento
estrella de la noche. Uno de ellos cogió su servilleta, recuerdo que de tela, y
se sonó con ella visible y escandalosamente, tratando así de que el aire
penetrara en sus pulmones, limpiando el acceso a ellos de tan impresionante
cantidad de fluidos.
Y aún
hay más. En ningún momento dejaron los móviles, ni comiendo, a los que atendían
más que al amigo. La cuestión era esta. Cada uno miraba su móvil y reaccionaba
ante él, y de vez en cuando se lo mostraba al otro que lo miraba como de
compromiso para volver al suyo, que era el que le importaba.
Por
esto he empezado diciendo escasa conversación. Eran dos monólogos basados en
sus respectivos móviles, que se cruzaban de vez en cuando entre risotadas, los
consabidos nanos y tíos, y ese fondo sonoro de densos fluidos en constante
gorgoteo.
Ahuecaron
el ala antes que nosotros, lo que permitió que volviera la paz al agradable
entorno, y pudimos acabar de cenar con la dignidad que requerían las
circunstancias. Y por supuesto no hablamos del asunto Isabel y yo hasta dos
días después con unos amigos. El mejor desprecio es no hacer aprecio.
Lo
lamentable del asunto es que esto no es algo extraño. El no saber estar, la
falta de respeto por los demás, la mala educación, son cada vez más frecuentes.
O al menos eso me parece a mí.
Será
que me hago mayor, ancianuelo, vejestorio…
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