Hoy es
el Día mundial sin tabaco, y no me resisto a escribir unas líneas sobre ello.
Eso sí, con todo el respeto del mundo hacia los fumadores, por tres motivos.
El primero es que tengo amigos muy queridos que lo son; el segundo, que estoy
seguro de que lo son a su pesar y que si apretando un botón dejaran mañana
mismo de serlo, lo harían sin dudar. El tercero, que el que yo no lo sea no es en
absoluto mérito mío.
Después
de todo somos, como diría Blas de Otero, ángeles con grandes alas de cadenas.
Cada uno tiene las suyas, y desde esta perspectiva, el tabaco es una de ellas.
Y hay tantas… ¿verdad? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Pero
no es de los adultos, que arrastran su cadena como pueden, de lo que quiero
hablar, sino de los que no sufriéndola aún, se la cargan gustosos, ajenos al
peso que les acabará suponiendo.
Hablo
de los niños y adolescentes que empiezan a fumar. Y de uno en concreto al que
he visto ya varias veces pasando por la calle donde vivo. Rondará los catorce
años. Baja y sube cada día, con sus amigos, camino del instituto. Todos llevan
su mascarilla excepto él que, ufano, “pagao” de sí mismo, la lleva por la
barbilla para poder fumar. Y lo hace con esa “gracia y salero” de quien exhibe
su superioridad sobre los demás. Fuma como un hombre, diríamos; como toda una
mujer, que tampoco nos van a la zaga en esta cuestión. Y estoy seguro de que se
sentirá orgulloso de sí mismo. Hasta pensará que causa envidia y admiración.
Que es libre porque hace lo que le da la gana...
Si
supiera, si tan sólo intuyera, la inmensa pena que da. Lo patético que resulta.
Pero para cuando caiga en la cuenta de eso, igual ya es tarde.
A él
van dedicadas estas líneas que no leerá nunca.
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