Hoy hago
mías las siguientes palabras de García Lorca en su poema La sangre derramada.
¡Que no quiero verla!
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
¡Que no quiero verla!
¡Yo no quiero verla!
Hoy,
20 años después de aquel horror, sigue resultándome difícil ver la imagen de
aquella barbarie sin límites, de aquel insondable abismo de sufrimiento. Ni
fotos, ni reportajes, ni análisis, ni debates. Por eso, puestos a hablar de
sangre y dolor, tomo las palabras del poeta dedicadas a su amigo Ignacio, torero,
muerto en la plaza.
Hay
algo en común, mucho en común. Él no quiere ver la sangre de su amigo sobre la
arena, yo no quiero ver la sangre de tanta gente sobre el mundo; gente tan
inocente como tú y como yo, o tan culpable.
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la
sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y
praderas,
resbalando por cuernos
ateridos,
vacilando sin alma por la
niebla,
tropezando con miles de
pezuñas
como una larga, oscura, triste
lengua,
para formar un charco de
agonía
junto al Guadalquivir de las
estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la
contenga,
que no hay golondrinas que se
la beban,
no hay escarcha de luz que la
enfríe,
no hay canto ni diluvio de
azucenas,
no hay cristal que la cubra de
plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!
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