Acontecen
en ocasiones cosas en la vida que, siendo malas y desagradables, tienen su
parte buena, muy buena; la cuestión es encontrarla. Es la anécdota del mono que
mordió la nuez, le supo amarga y la tiró. Si hubiera quitado la corteza y la
cáscara habría disfrutado de ella.
Me
sucedió este verano que buscando en un pueblo del Pirineo francés un lugar para
comer, llegué a un bonito restaurante donde, en un patio verde y frondoso, la
gente degustaba platos bien apetitosos.
Pronto
se nos acercó amablemente un camarero, debía ser el jefe, el cual, tras el "bon
jour" reglamentario, y oírme hablar en español, dio un paso atrás y dijo ¡no!, ¡no,
no! Estarían ocupadas unos dos tercios de las mesas, y era la hora de comer
francesa. Sólo éramos cinco.
No sé
francés suficiente como para preguntarle cual era el motivo de la negativa,
aunque era evidente. Éramos españoles, y en aquellos días, el mapa covid de
Europa nos pintaba en rojo, en muchos países desaconsejaban viajar a España, y
el presidente del Gobierno salía en bañador en las revistas del corazón…
Sentí
un golpe de calor en la cara, y mucha rabia y pena. Había sentido, en carne
propia, lo que es la discriminación. Y duele. Pero pronto intenté encajar el
golpe tratando de entender a la gente de aquel restaurante; tenían miedo y
habían tomado una decisión, españoles no. Y entendí la decisión.
Y fui
más allá. Voy más allá. Si una discriminación hasta cierto punto comprensible
hiere muy hondo, ¿cómo dolerá cuando alguien se sabe discriminado por motivos
tan peregrinos e injustos como el país de origen, el color de la piel, la
lengua, la condición sexual, la ideología, la religión…? Podéis añadir cuanto
queráis; hay tanto.
Y esa
fue la experiencia a la que quise encontrar el lado bueno, considerando que era
como una dosis más de una especie de vacuna para inmunizarme contra esos cantos
de sirena de algunos que, con palabras bonitas, a menudo altisonantes, basándose
en paraísos perdidos que nunca existieron, supuestas supremacías, manipulaciones
de la historia, interpretaciones de la cultura, la filosofía o la religión, y en
otros muchos “inamovibles” principios, discriminan y excluyen a los que no son
de su cuerda, sea en el aula, en el trabajo, en el barrio, en el pueblo, en el
país…
Pues
eso.
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