Anduve
ayer unos 30 kilómetros por una región remota y solitaria de la sierra de
Javalambre. Una red de pistas en diverso estado, y senderos, desciende barrancos,
cruza páramos altos y desnudos, se interna en pinares umbríos, y alcanza o rodea
cimas con panoramas inmensos.
Todo
bajo un azul intenso que fue cubriéndose de nubes hasta dejar un cielo caótico,
y respirando ese aire limpio de la altitud, aromatizado por el perfume de
pinos, sabinas y multitud de plantas aromáticas.
La
temperatura era ideal, y el viento, nuca excesivo, ayudaba en las rampas que
había que subir a pleno sol, hasta que por la tarde, cuando más aprieta, las
nubes colaboraron con él en la tarea de conseguir que mi caminar fuera todo el día muy
grato.
Sólo
tuve dos encuentros en toda la jornada, y los dos fueron muy parecidos. Iban en vetustos todo terrenos, el primero iba solo, el segundo con quien debía
ser su esposa. Eran gente de campo, de la tierra.
Pararon
a mi altura y me preguntaron si estaba perdido y me encontraba bien. Les dije
que sí, que muy bien, y que sabía dónde estaba y a dónde iba. También se
sorprendieron de que estuviese sólo y tan lejos del pueblo, de cualquier
pueblo.
Agradecí,
como siempre hago, su atención y preocupación por un desconocido encontrado
inesperadamente en su camino; camino que muy probablemente, en estas fechas, les llevaba a algún
rincón, que guardarán en secreto, donde a buen seguro habrá rebollones.
Y es
que estas cosas sólo pasan en lugares alejados y solitarios, donde las personas
no somos uno más en el montón, en la masa, en la “peña”, sino alguien en medio
de una naturaleza libre y poderosa, que puede atraparte, superarte,
descolocarte en cualquier momento. Y entonces el desconocido, el extraño, es el
semejante, el prójimo, que puede devolverte al camino, e incluso salvarte la
vida.
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